lunes, 1 de octubre de 2012


Paranoia

Las ojeras, el descuido de la barba y la blancura de su tez, forman un triangulo que mientras le mira, lo llena de pensamientos cargados de paranoia. Sin embargo, Dante trata de no pensar en ello, y mantener el curso de la conversación, al fin y al cabo acaba de llegar, prácticamente no le ha visto por más de dos horas; y lo que a su perturbado juicio parece evidente a los ojos de la objetividad puede ser completamente distinto.

No obstante no puede dejar de pensar en esa extrema delgadez, la misma que ha alcanzado grandes proporciones incluso para alguien que como él, siempre ha sido bastante flaco. Se pregunta si en realidad está pasando algo o si simplemente se trata de un episodio más de paranoia, como los múltiples que mes a mes suele experimentar.

Pensando en que se trata de su acostumbrada “intensidad”, decide dejar pasar los indicios y dedicarse a disfrutar de la charla y el vino. Casi que logra olvidarse de su sospecha cuando ¡boom!, llega la confesión: una de esas que él nunca hubiese querido oír y menos en el estado de nervios en el que se encuentra; una de esas que es fácilmente guardada celosamente en el cajón de los “Piccolo segretti sporchi”.

Pretende que lo que acaba de oír no tiene ninguna clase de gravedad, y con una naturalidad falsa propone salir a disfrutar de la noche romana, de los aullidos que desde las catacumbas gritan que huele a noche. Es lo único que se le ocurre para evitar decir lo que sus labios quieren dejar salir, pero que él sabe mantendrá en esa caja imaginaria en la que reprime sus emociones. Sabe que el cálido catch up de dos hermanos no puede ser interrumpido con un frío ¡Pienso que debes hacerte la prueba del VIH!

Esa frase que hace que se pierda en sus pensamientos es el equivalente al cuchillo que corta la atmósfera en momentos de tensión o simplemente a la línea que al cruzarse rompe cualquier lazo, incluso los de sangre, y sin importar si está se cruza con la intensión de ayudar al otro.

Ya sentados en la barra del Coming Out frente al Coliseo, continúan hablando de esto y aquello, mientras pretende que nada pasa. Uno, dos, tres, cuatro son los tragos con los que inunda sus adentros en su intento por desvanecer la idea de que su hermano se está muriendo. Sin embargo no lo logra, por lo que la noche sigue su rumbo salvaje.

Desde el regreso a casa no ha parado de observarlo. Ni por un segundo han pasado inadvertidas sus marcadas ojeras, las líneas de expresión que empiezan a nacer en los surcos de sus ojos. Tampoco le han sido ajenos sus malestares estomacales ni el dejo de tristeza que yace en su mirada y sonrisa. Por un momento lo medita más calmadamente y llega a la conclusión que es como si estuviese trasladando a él su propia paranoia, sin embargo ese razonamiento no le da el consuelo que está buscando.

Por el contrario, se convence de que se encuentra en frente de alguien distinto. Un hombre al que no conoce y que se niega a reconocer su condición de moribundo. Es como si en medio del desastre que tal vez solo existe en su mente, reconociera que todo tiene un final.

Por unos minutos contempla su sueño y se cuestiona si así lucirá cuando finalmente parta por la “via del inferno” a encontrarse con sus padres. Se toma un té en un esfuerzo desesperado por recuperar la calma y de paso el sueño, pero incluso en medio del “jetlag” no lo logra. Mira la hora y se perturba al saber que en New York ya son las 7:36 de la mañana y que mientras todos ya se están levantando, él ni siquiera ha logrado relajarse bajo las sabanas. Tras un par de decenas de vueltas, decide saltar a la calle.

A pesar del miedo que le representa estar afuera a la madrugada, encuentra esa opción más agradable que revolcarse en el lecho mientras piensa en el final de su hermano. Sabe que es un pensamiento que no lo abandonará, pero al menos en la calle podrá encontrar una distracción. Ya en la “Via Nazionale”, enciende un cigarrillo, uno de los pocos que le quedan en el paquete que trajo consigo desde América. Aspira frenéticamente, con una desesperación que no da lugar al placer que conllevan las bocanadas de nicotina y alquitrán. 

Entra al Metro con la intención de tomar el tren al sur, desde pequeño siempre ha pensado que esa es la mejor dirección. En medio de la espera, el paquete de cigarros y el encendedor se deprenden de sus manos y caen sobre los rieles. Medita por un minuto la posibilidad de dejarlos ahí y aguantarse los deseos de seguir fumando. En el segundo dos del minuto dos se convence de que esa no es una opción. Mira a un lado y al otro y el túnel está completamente desolado, respira profundo y se lanza al foso. Toma los cigarrillos con su mano derecha, mientras con la izquierda se seca el sudor de la frente. Respira profundo y se ríe al reconocer el sitio en el que está. Se burla de su propia paranoia y enciende otro cigarrillo, la luz del encendedor lo confunde al punto que no entiende que lo que encandelilla sus ojos es la luz del tren, que como un toro lo arrolla desprendiendo sus miembros como siglos atrás sucedió a los gladiadores vencidos en las arenas del Coliseo. Acto seguido lo que queda de su existencia es devorado por las ratas que salen de todos los recovecos del túnel.

Finalmente Dante tenía la razón. No era paranoia, la muerte sí estaba cerca aunque no tanto de su hermano como de él.