Estefano tiene 35 años, 1,90 cm de estatura, pelo rubio cenizo prolijamente
organizado y peinado, piel natural y
perfectamente bronceada y una sonrisa casi angelical que puede abrir las
puertas del cielo o las del infierno, según sean sus deseos. A pesar de la
descripción él no es modelo, ni se gana la vida a costa de su cuerpo; por el
contrario es siquiatra y vive literalmente de su cerebro.
Estefano es un ser lleno de contradicciones y pocos clichés, de hecho es un
científico que cree en dios y está convencido de que cada coctel de drogas que
prescribe a sus pacientes es la sagrada comunión que sus mentes perdidas
requieren para llegar al paraíso. Es también el más fervoroso y activo feligrés
de la comunidad. El mismo que participa activamente de la eucaristía, el que
también dona parte de su tiempo para atender a aquellos caídos en desgracia que
no pueden pagar los honorarios de un especialista de su categoría. El mismo por
el que las mujeres de la parroquia morirían por desposar pero que resulta ser
ciertamente inalcanzable. Y la verdad es que lo es. No tanto por su atractivo
físico, como por los disgustos que pueden generar sus particulares gustos.
Cada domingo sin falta va a misa para cumplir con su rutina católica,
siempre en el mismo orden: uno confesarse, dos escuchar la palabra del señor,
tres recibir el cuerpo de cristo y cuatro volver a pecar. Es precisamente esta última parte de su rutina dominical, la que más
disfruta, la que anhela con las mismas ansias que un niño espera la navidad, su
fiesta de cumpleaños o simplemente una visita a la confitería. Esa es la razón
por la cual una vez se encuentra en medio de esa ocasión que lo convierte en
ladrón, no pone ninguna clase límites entre su bipolar existencia y el banquete
de excesos al que asiste.
Después de recibir la comunión se dirige sin
ser visto hacia la sacristía para dejar la iglesia por la puerta de atrás, la
misma que lo conduce aquel callejón oscuro que lo pone en camino a ese edén
negro por el que ha esperado toda la semana. El camino es siempre el mismo. La
misma oscuridad, las mismas piedras, las mismas bolsas de basura afuera de cada
puerta y una que otra rata que se pasea de un lado al otro. El panorama es
ciertamente dantesco, pero para él con excepción de los roedores a los que teme
desde niño todo es un jardín de rosas. La primera vez que caminó por ahí, al
ver la primera rata, los nervios lo dominaron, al punto de querer regresar.
Pero su deseo de llegar al final de la calle era tan grande, que fueron
suficientes un padre nuestro y el pensar que si de buenas intenciones está
plagado el camino al infierno, infestado de ratas debía estar el camino a su
paraíso. En efecto el pajazo mental fue suficiente para vencer el miedo.
Al final del callejón, hay un farol que si
acaso alcanza a iluminar el desolado vecindario al que solo es posible llegar
caminando, dada la estrechez de las calles. Una vez bajo el incipiente halo de
luz, es posible identificar que se trata de una esquina en la que confluyen
seis callejones cuatro de ellos con grandes iglesias en piedra en su entrada. El
lugar al que Estefano se dirige está ubicado en el callejón del Atrio, o mejor
dicho el segundo a su derecha, el mismo de la iglesia que tiene el vitral rojo
con la imagen del sagrado corazón de Jesús.
Una vez en la esquina del callejón él cuenta
35 pasos hasta encontrar la puerta de acero de la derecha, la pequeña, no la
grande porque en efecto se dirige a un sótano. Una vez en frente de la puerta,
su corazón se agita al punto de alcanzar la taquicardia. Se recompone y toca el
timbre tres veces, no dos ni cuatro, tres. Acto seguido la puerta se abre y se
hace evidente el camino escalonado. Son exactamente 98 escalones, esos también
los cuenta a medida que lleva a cabo su descenso.
Una vez abajo, la siguiente mas no la última
de las puertas se abre. Su corazón se vuelve a acelerar, sus ojos se abren y
una sonrisa se dibuja en su cara. Una vez más está allí, a pesar del miedo a
las ratas y de las mujeres de la parroquia. Ese pequeño triunfo le sube el ego
en la medida suficiente para sobrellevar exitosamente lo que se viene.
Una vez adentro es otra la rutina: uno
sentarse en la barra principal, dos pedir un vaso de Ginebra con limón, tres
observar el panorama y cuatro escoger un objetivo. Para ese momento son las
9:30 p.m. por lo que como reza el dicho la noche sigue siendo joven o hasta el momento
virgen.
Con el trago en la mano, empieza su viaje por
las sombras. La sensación es siempre la misma, una mezcla de incertidumbre,
miedo y emoción. Siempre camina hasta el fondo de la oscuridad, con la misma determinación con la que
atravesó el callejón lleno de ratas. Un vez logra tocar con las manos la última
de las paredes se da la vuelta y se recuesta a esperar a que algo pase. El
resultado es siempre el mismo, dos minutos después empieza a sentir el calor de
los que se acercan, no pasan más de diez segundos cuando empieza a identificar
el brillo de sus ojos, los de ellos, que aparecen de la nada como los ojos de
los gatos en medio de la oscuridad de la noche.
Acto seguido empieza a sentir miles de manos
hambrientas por tocarlo y acariciarlo. Mientras se entrega a los toques y
caricias anónimas piensa en el Buda de la misericordia y sus mil brazos siempre
dispuestos a dar. Sonríe pensando en que en medio de la mezquindad del lugar
sigue recibiendo bendiciones como si aún estuviera en la iglesia.
El panorama es ciertamente dantesco, no hay
necesidad de luz para saber que los dueños de los brazos no se asemejan a él en
lo absoluto, son completamente carentes de belleza, clase y sobretodo
inteligencia. En ese lugar, Estefano es como la flor de loto que crece en el pantano,
una luz en medio de la oscuridad y la decadencia del lugar. Su belleza y
seguridad iluminan no sólo la oscuridad de aquel rincón sino también las vidas
de los desdichados que para bien o mal tendrán el placer o la desdicha de haberlo
conocido esa noche.
Las manos van y vienen por cada parte de su
cuerpo, generando una excitación única, una explosión adrenalínica tan solo
comparable con los efectos de alucinógenos como el éxtasis o de las drogas siquiátricas
que diariamente escribe en sus prescripciones. Estefano se entrega al goce
mientras espera a que aparezca su elegido. Él sabe que no debe apresurarse que
en el momento menos esperado simplemente se manifestará ante sus ojos y
sentidos. Y como cada noche de domingo así sucede.
Lo toma de la mano y lo conduce a un rincón privado
en el que le pide que satisfaga sus urgencias, las mismas que cualquiera de las
parroquianas estaría gustosa por satisfacer.
El personaje accede y piensa que nunca en su
vida ha tenido mejor suerte. Pero la verdad es que no es así, lo que le espera
está lejos de la buena fortuna. Los siguientes minutos son cargados de jadeos,
gemidos, besos y caricias, que se repiten una y otra vez hasta que llega el
punto del climax. Ese mismo momento en el que el corazón de Estefano se acelera
de nuevo, sólo un instante antes de que él ponga sus manos en el cuello de su
elegido y empiece a apretar con toda la fuerza de sus brazos. La escena termina
con dos suspiros el de Estefano al terminar de vaciar sus adentros y el del
personaje anónimo al perder su último soplo de vida.
Como cada domingo un par de minutos después
Estefano recupera la conciencia, se lleva un tranquilizante a la boca y se
retira con la calma que caracteriza la mayor parte de su comportamiento. Una
vez en su casa reza y se entrega a la culpa que lo acompañará el resto de la
semana hasta el domingo cuando pueda confesar sus pecados, obtener el perdón y
tener vía libre para volver a pecar. Hasta ese momento el sólo sabrá que se
encuentra lejos, aunque no sepa de donde.