domingo, 28 de enero de 2007

Letras habladas

Las formas gaseosas, elevan las miradas, las seducen y las llevan en un recorrido milimétrico y minucioso por la madera pulida y brillantemente trabajada, de las vigas y las gradas. Con los ojos se logra sentir cada molécula, cada partícula integradora de los bloques de concreto que dan forma a aquel recinto.

Voces, labios, cuerpos y otras miradas se cruzan y se chocan en aquella carrera visual. Al terminar el recorrido: la ventana. Límite de nuestra ensoñación, de nuestro compartir hecho palabra, gesto y risa.

Palpadamente, hemos devorado el lugar, pese a los escasos cinco minutos que llevamos en el espacio. Pretendemos aislarnos del mundo por unos minutos, mitigar el frío con una taza de café caliente; y yo, calmar los visos de soledad que intentan alcanzarme y que a veces hasta respiran sobre mi espalda.

Un sorbo, que calienta mis labios, otro que inunda mis adentros de una calidez que es ambrosía para el cuerpo y paz para el espíritu. Una sonrisa, dos y hasta tres, palabras que van y vienen; y una calma que carga las baterías. Letras habladas que recorren la mente y la conciencia, que socavan y descubren la sensibilidad oculta bajo la piel.

Temas de lunes en un atardecer de sábado, bruma melancólica y aire de nostalgia; oídos con ganas de jazz y un cielo que se torna a blues, a colores de un frío que pretende ser roto con la música de nuestras palabras y de nuestros pasos; que deciden llevarnos a encontrar nuestra suerte por los caminos de la bohemia y la historia. La de él, la mía, la de los dos y la de millones de rostros que sin haber estado nunca allí, también forman parte de ello.

Reflexiones de lunes, que entrada la noche de sábado, le hacen frente y oposición a la rumba y al etílico sabor a tres esquinas de una noche de fin de semana por la capital. Letras habladas que como llegan se van, que te agarran y te sueltan pero que dejan en boca y oídos ganas de volverlas a oír y hablar.
Café y sexo

La rugosa y blanquecina textura del techo, se mantiene intacta, tanto como su mirada. Él mira hacia arriba con las manos sobre la cabeza y con ésta sobre el pecho de otro. En una posición cuasi horizontal trata de ubicar un punto exacto en medio de todos aquellos picos de montaña, hechos de cal y pintura que tanto le recuerdan los Alpes vistos al revés.

Su cuerpo envuelto entre cobijas de lana y algodón trata de no perder el calor obtenido minutos atrás con el desenfreno acostumbrado de todos los jueves. Sus dedos rozan la piel de su acompañante que ríe al verlo mirar el techo con la falsa concentración de un autista y al escuchar sus palabras llenas de una profundidad, que él llama poética al no tener un nombre más adecuado.

Entre caricias y palabras dejan pasar los minutos, al tiempo que se mueven y se tocan ya no con el calor de momentos atrás, sino con la tranquilidad del post orgasmo. Hablan de dar y de guardar, las reglas de un juego de aparente claridad, pero al fin y al cabo de azar. Dicen y dicen lanzando letras de un lado al otro como en una suerte de bombardeo, convirtiendo la cama en un tablero de batalla naval verbal. Se enfrentan y se escuchan con el respeto de caballeros renacentistas. Hablan de lo sacro y lo profano, pero sobre todo de lo humano, de aquello que los junta todos los jueves y sábados. Aquello que hace que sus teléfonos se crucen diariamente para decirse hola y saber que el otro aún respira al otro lado de la línea.

Hablan de cómo perciben ese acuerdo tácito de verse, atravesar la ciudad desde el norte hasta el centro internacional, sonreír, flirtear y hablar hasta llegar a la casa para compartir un café en leche muy claro con un Kent 5 o en su defecto 8 o incluso un Kool Ligth. Se interrogan sobre el por qué luego del humo y de la nicotina hecha gas, siempre se despojan de sus ropas y se dan a la piel.

Piensan, se preguntan y se responden a la vez que sus manos juegan sobre sus cuerpos aún desnudos y juntos. Pero la mirada penetrante de una Frida Khalo alojada en una de las paredes, los interrumpe, los saca de aquel juego en el que las máscaras afloran y la racionalidad es puesta en entredicho. El acompañante mira la hora y decide que es hora de partir a su casa y sobre todo a su cama.

Momento de iniciar con la maratónica labor de encontrar camisas y pantalones; medias y calzoncillos y por supuesto zapatos. Vestidos ya y frente a la puerta, una verdad queda dicha, dos sonrisas quedan dibujadas en sus rostro y un reto queda milimétricamente trazado: seguir conociéndose a través del cuerpo y de las palabras, jueves y sábados, días que de momento para ambos seguirán siendo de Café y sexo.


Des-concierto: acto para dos

Su voz entera penetra por los poros de él. Le pone escamas en la piel que se mueven catatónicamente de arriba hacia abajo. Las notas hechas onda y las palabras hecha chispa eléctrica y electrónica, parecen envolverlo, tanto como el humo narcótico y danzante del largo mentolado que se fuma.

Pipea una dos y hasta tres veces, transportándose por las fibras emotivas de aquella voz que lo cautiva y por la potencia de aquellos pulmones que parecen absorberlo en todos y cada uno de los respiros de aquella mujer. Sus luces de ver, van y vienen, todo es caótico, pero realmente es cuando apenas empieza a tener sentido, tener un orden. La mira, la observa, la disfruta, la recorre tácitamente con sus ojos sin que ella y su canto puedan siquiera percatarse.

Entre parpadeo y mirada, vuelve a aspirar, saborea el humo, lo expulsa y se lleva un sorbo de dry martíni a la garganta, tal vez en un intento desesperado por mitigar la sed que el tabaco produce al secarlo todo a su paso por su garganta. O por qué no?, por los nervios que la mujer del micrófono, le generan; por la ansiedad casi adolescente que circunda en todas las cavidades de su cuerpo. Desde que la escucho y desde que decidió que la empezaría a mirar.

El trago arrasa con la poca vida que el cigarro no se llevó a su paso. Moja cada fibra y cada cuerda vocal, cada mucosa y cada músculo. El río etílico que baja por sus adentros, marca un cambio en la escena. Es otra la canción; distinta la sensación, mayor la tensión, mayor el nerviosismo, menor la lejanía. Un paso, dos, un pie arriba y otro abajo; acción que se repite, máximo común divisor.

Matemática simple: ella baila; química de sentidos: el la mira. Reacción en cadena: ella se percata. Evento inesperado: el se levanta.

Ahora es otra la que mira, es otra voz la que despierta y otra la que cree empezar a apagarse. Es otro el que habla, no con sonidos, sí con los dedos y las caricias. Recorridos de piel que dejan de ser implícitos. La música sigue corriendo, su voz, la de ella, se cierra igual que sus ojos, los de él.

Ambos con lo suyo en escena, se entregan a un show que solo les compete a los dos. Un espectáculo en el que ellos se sienten únicos en el mundo pese a las decenas de ojos que no perdían detalle alguno. El siguió recorriendo los brazos de ella, abriendo sus ojos mientras ella se permitía ser recorrida, encendiendo su voz.

Entrega mutua sin tan solo rozar sus labios. Seres anónimos que vuelven a la vida. Dos miradas cruzadas, una luz que se apaga y un aplauso absoluto. El acto terminó, afirma el obnubilado y asustado dueño del cabaret. El público ríe y continúa bebiendo. Los actores no dejan de mirarse, ella suspira, rompe el hechizo y repite con sus píes la acción una hora antes hecha.

Él la sigue de cerca, ella sabe que él lo hace. Atrás la luz y el telón imaginario aquí la realidad que se cruza con su ensoñación, la de los dos. El la alcanza, ella le hace espacio. No importa el frío, ella camina erguida con el liguero y la poca ropa del show. Él, hace lo mismo, mientras recuerda su chaqueta colgada en la silla del bar.

Dos sombras que se pierden en la oscuridad del callejón, mientras mis ojos dejan de verlos, para cerrarse una vez más. Para cegarse como cuando termina cada noche el show en el cabaret.