domingo, 28 de enero de 2007
Des-concierto: acto para dos
Su voz entera penetra por los poros de él. Le pone escamas en la piel que se mueven catatónicamente de arriba hacia abajo. Las notas hechas onda y las palabras hecha chispa eléctrica y electrónica, parecen envolverlo, tanto como el humo narcótico y danzante del largo mentolado que se fuma.
Pipea una dos y hasta tres veces, transportándose por las fibras emotivas de aquella voz que lo cautiva y por la potencia de aquellos pulmones que parecen absorberlo en todos y cada uno de los respiros de aquella mujer. Sus luces de ver, van y vienen, todo es caótico, pero realmente es cuando apenas empieza a tener sentido, tener un orden. La mira, la observa, la disfruta, la recorre tácitamente con sus ojos sin que ella y su canto puedan siquiera percatarse.
Entre parpadeo y mirada, vuelve a aspirar, saborea el humo, lo expulsa y se lleva un sorbo de dry martíni a la garganta, tal vez en un intento desesperado por mitigar la sed que el tabaco produce al secarlo todo a su paso por su garganta. O por qué no?, por los nervios que la mujer del micrófono, le generan; por la ansiedad casi adolescente que circunda en todas las cavidades de su cuerpo. Desde que la escucho y desde que decidió que la empezaría a mirar.
El trago arrasa con la poca vida que el cigarro no se llevó a su paso. Moja cada fibra y cada cuerda vocal, cada mucosa y cada músculo. El río etílico que baja por sus adentros, marca un cambio en la escena. Es otra la canción; distinta la sensación, mayor la tensión, mayor el nerviosismo, menor la lejanía. Un paso, dos, un pie arriba y otro abajo; acción que se repite, máximo común divisor.
Matemática simple: ella baila; química de sentidos: el la mira. Reacción en cadena: ella se percata. Evento inesperado: el se levanta.
Ahora es otra la que mira, es otra voz la que despierta y otra la que cree empezar a apagarse. Es otro el que habla, no con sonidos, sí con los dedos y las caricias. Recorridos de piel que dejan de ser implícitos. La música sigue corriendo, su voz, la de ella, se cierra igual que sus ojos, los de él.
Ambos con lo suyo en escena, se entregan a un show que solo les compete a los dos. Un espectáculo en el que ellos se sienten únicos en el mundo pese a las decenas de ojos que no perdían detalle alguno. El siguió recorriendo los brazos de ella, abriendo sus ojos mientras ella se permitía ser recorrida, encendiendo su voz.
Entrega mutua sin tan solo rozar sus labios. Seres anónimos que vuelven a la vida. Dos miradas cruzadas, una luz que se apaga y un aplauso absoluto. El acto terminó, afirma el obnubilado y asustado dueño del cabaret. El público ríe y continúa bebiendo. Los actores no dejan de mirarse, ella suspira, rompe el hechizo y repite con sus píes la acción una hora antes hecha.
Él la sigue de cerca, ella sabe que él lo hace. Atrás la luz y el telón imaginario aquí la realidad que se cruza con su ensoñación, la de los dos. El la alcanza, ella le hace espacio. No importa el frío, ella camina erguida con el liguero y la poca ropa del show. Él, hace lo mismo, mientras recuerda su chaqueta colgada en la silla del bar.
Dos sombras que se pierden en la oscuridad del callejón, mientras mis ojos dejan de verlos, para cerrarse una vez más. Para cegarse como cuando termina cada noche el show en el cabaret.
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