sábado, 10 de noviembre de 2012




Estefano tiene 35 años, 1,90 cm de estatura, pelo rubio cenizo prolijamente organizado y peinado, piel natural y perfectamente bronceada y una sonrisa casi angelical que puede abrir las puertas del cielo o las del infierno, según sean sus deseos. A pesar de la descripción él no es modelo, ni se gana la vida a costa de su cuerpo; por el contrario es siquiatra y vive literalmente de su cerebro.

Estefano es un ser lleno de contradicciones y pocos clichés, de hecho es un científico que cree en dios y está convencido de que cada coctel de drogas que prescribe a sus pacientes es la sagrada comunión que sus mentes perdidas requieren para llegar al paraíso. Es también el más fervoroso y activo feligrés de la comunidad. El mismo que participa activamente de la eucaristía, el que también dona parte de su tiempo para atender a aquellos caídos en desgracia que no pueden pagar los honorarios de un especialista de su categoría. El mismo por el que las mujeres de la parroquia morirían por desposar pero que resulta ser ciertamente inalcanzable. Y la verdad es que lo es. No tanto por su atractivo físico, como por los disgustos que pueden generar sus particulares gustos.

Cada domingo sin falta va a misa para cumplir con su rutina católica, siempre en el mismo orden: uno confesarse, dos escuchar la palabra del señor, tres recibir el cuerpo de cristo y cuatro volver a pecar. Es precisamente esta última parte de su rutina dominical, la que más disfruta, la que anhela con las mismas ansias que un niño espera la navidad, su fiesta de cumpleaños o simplemente una visita a la confitería. Esa es la razón por la cual una vez se encuentra en medio de esa ocasión que lo convierte en ladrón, no pone ninguna clase límites entre su bipolar existencia y el banquete de excesos al que asiste.   

Después de recibir la comunión se dirige sin ser visto hacia la sacristía para dejar la iglesia por la puerta de atrás, la misma que lo conduce aquel callejón oscuro que lo pone en camino a ese edén negro por el que ha esperado toda la semana. El camino es siempre el mismo. La misma oscuridad, las mismas piedras, las mismas bolsas de basura afuera de cada puerta y una que otra rata que se pasea de un lado al otro. El panorama es ciertamente dantesco, pero para él con excepción de los roedores a los que teme desde niño todo es un jardín de rosas. La primera vez que caminó por ahí, al ver la primera rata, los nervios lo dominaron, al punto de querer regresar. Pero su deseo de llegar al final de la calle era tan grande, que fueron suficientes un padre nuestro y el pensar que si de buenas intenciones está plagado el camino al infierno, infestado de ratas debía estar el camino a su paraíso. En efecto el pajazo mental fue suficiente para vencer el miedo.

Al final del callejón, hay un farol que si acaso alcanza a iluminar el desolado vecindario al que solo es posible llegar caminando, dada la estrechez de las calles. Una vez bajo el incipiente halo de luz, es posible identificar que se trata de una esquina en la que confluyen seis callejones cuatro de ellos con grandes iglesias en piedra en su entrada. El lugar al que Estefano se dirige está ubicado en el callejón del Atrio, o mejor dicho el segundo a su derecha, el mismo de la iglesia que tiene el vitral rojo con la imagen del sagrado corazón de Jesús.

Una vez en la esquina del callejón él cuenta 35 pasos hasta encontrar la puerta de acero de la derecha, la pequeña, no la grande porque en efecto se dirige a un sótano. Una vez en frente de la puerta, su corazón se agita al punto de alcanzar la taquicardia. Se recompone y toca el timbre tres veces, no dos ni cuatro, tres. Acto seguido la puerta se abre y se hace evidente el camino escalonado. Son exactamente 98 escalones, esos también los cuenta a medida que lleva a cabo su descenso.

Una vez abajo, la siguiente mas no la última de las puertas se abre. Su corazón se vuelve a acelerar, sus ojos se abren y una sonrisa se dibuja en su cara. Una vez más está allí, a pesar del miedo a las ratas y de las mujeres de la parroquia. Ese pequeño triunfo le sube el ego en la medida suficiente para sobrellevar exitosamente lo que se viene.

Una vez adentro es otra la rutina: uno sentarse en la barra principal, dos pedir un vaso de Ginebra con limón, tres observar el panorama y cuatro escoger un objetivo. Para ese momento son las 9:30 p.m. por lo que como reza el dicho la noche sigue siendo joven o hasta el momento virgen.

Con el trago en la mano, empieza su viaje por las sombras. La sensación es siempre la misma, una mezcla de incertidumbre, miedo y emoción. Siempre camina hasta el fondo de la oscuridad,  con la misma determinación con la que atravesó el callejón lleno de ratas. Un vez logra tocar con las manos la última de las paredes se da la vuelta y se recuesta a esperar a que algo pase. El resultado es siempre el mismo, dos minutos después empieza a sentir el calor de los que se acercan, no pasan más de diez segundos cuando empieza a identificar el brillo de sus ojos, los de ellos, que aparecen de la nada como los ojos de los gatos en medio de la oscuridad de la noche.

Acto seguido empieza a sentir miles de manos hambrientas por tocarlo y acariciarlo. Mientras se entrega a los toques y caricias anónimas piensa en el Buda de la misericordia y sus mil brazos siempre dispuestos a dar. Sonríe pensando en que en medio de la mezquindad del lugar sigue recibiendo bendiciones como si aún estuviera en la iglesia.

El panorama es ciertamente dantesco, no hay necesidad de luz para saber que los dueños de los brazos no se asemejan a él en lo absoluto, son completamente carentes de belleza, clase y sobretodo inteligencia. En ese lugar, Estefano es como la flor de loto que crece en el pantano, una luz en medio de la oscuridad y la decadencia del lugar. Su belleza y seguridad iluminan no sólo la oscuridad de aquel rincón sino también las vidas de los desdichados que para bien o mal tendrán el placer o la desdicha de haberlo conocido esa noche.   

Las manos van y vienen por cada parte de su cuerpo, generando una excitación única, una explosión adrenalínica tan solo comparable con los efectos de alucinógenos como el éxtasis o de las drogas siquiátricas que diariamente escribe en sus prescripciones. Estefano se entrega al goce mientras espera a que aparezca su elegido. Él sabe que no debe apresurarse que en el momento menos esperado simplemente se manifestará ante sus ojos y sentidos. Y como cada noche de domingo así sucede.

Lo toma de la mano y lo conduce a un rincón privado en el que le pide que satisfaga sus urgencias, las mismas que cualquiera de las parroquianas estaría gustosa por satisfacer.

El personaje accede y piensa que nunca en su vida ha tenido mejor suerte. Pero la verdad es que no es así, lo que le espera está lejos de la buena fortuna. Los siguientes minutos son cargados de jadeos, gemidos, besos y caricias, que se repiten una y otra vez hasta que llega el punto del climax. Ese mismo momento en el que el corazón de Estefano se acelera de nuevo, sólo un instante antes de que él ponga sus manos en el cuello de su elegido y empiece a apretar con toda la fuerza de sus brazos. La escena termina con dos suspiros el de Estefano al terminar de vaciar sus adentros y el del personaje anónimo al perder su último soplo de vida.

Como cada domingo un par de minutos después Estefano recupera la conciencia, se lleva un tranquilizante a la boca y se retira con la calma que caracteriza la mayor parte de su comportamiento. Una vez en su casa reza y se entrega a la culpa que lo acompañará el resto de la semana hasta el domingo cuando pueda confesar sus pecados, obtener el perdón y tener vía libre para volver a pecar. Hasta ese momento el sólo sabrá que se encuentra lejos, aunque no sepa de donde. 

lunes, 1 de octubre de 2012


Paranoia

Las ojeras, el descuido de la barba y la blancura de su tez, forman un triangulo que mientras le mira, lo llena de pensamientos cargados de paranoia. Sin embargo, Dante trata de no pensar en ello, y mantener el curso de la conversación, al fin y al cabo acaba de llegar, prácticamente no le ha visto por más de dos horas; y lo que a su perturbado juicio parece evidente a los ojos de la objetividad puede ser completamente distinto.

No obstante no puede dejar de pensar en esa extrema delgadez, la misma que ha alcanzado grandes proporciones incluso para alguien que como él, siempre ha sido bastante flaco. Se pregunta si en realidad está pasando algo o si simplemente se trata de un episodio más de paranoia, como los múltiples que mes a mes suele experimentar.

Pensando en que se trata de su acostumbrada “intensidad”, decide dejar pasar los indicios y dedicarse a disfrutar de la charla y el vino. Casi que logra olvidarse de su sospecha cuando ¡boom!, llega la confesión: una de esas que él nunca hubiese querido oír y menos en el estado de nervios en el que se encuentra; una de esas que es fácilmente guardada celosamente en el cajón de los “Piccolo segretti sporchi”.

Pretende que lo que acaba de oír no tiene ninguna clase de gravedad, y con una naturalidad falsa propone salir a disfrutar de la noche romana, de los aullidos que desde las catacumbas gritan que huele a noche. Es lo único que se le ocurre para evitar decir lo que sus labios quieren dejar salir, pero que él sabe mantendrá en esa caja imaginaria en la que reprime sus emociones. Sabe que el cálido catch up de dos hermanos no puede ser interrumpido con un frío ¡Pienso que debes hacerte la prueba del VIH!

Esa frase que hace que se pierda en sus pensamientos es el equivalente al cuchillo que corta la atmósfera en momentos de tensión o simplemente a la línea que al cruzarse rompe cualquier lazo, incluso los de sangre, y sin importar si está se cruza con la intensión de ayudar al otro.

Ya sentados en la barra del Coming Out frente al Coliseo, continúan hablando de esto y aquello, mientras pretende que nada pasa. Uno, dos, tres, cuatro son los tragos con los que inunda sus adentros en su intento por desvanecer la idea de que su hermano se está muriendo. Sin embargo no lo logra, por lo que la noche sigue su rumbo salvaje.

Desde el regreso a casa no ha parado de observarlo. Ni por un segundo han pasado inadvertidas sus marcadas ojeras, las líneas de expresión que empiezan a nacer en los surcos de sus ojos. Tampoco le han sido ajenos sus malestares estomacales ni el dejo de tristeza que yace en su mirada y sonrisa. Por un momento lo medita más calmadamente y llega a la conclusión que es como si estuviese trasladando a él su propia paranoia, sin embargo ese razonamiento no le da el consuelo que está buscando.

Por el contrario, se convence de que se encuentra en frente de alguien distinto. Un hombre al que no conoce y que se niega a reconocer su condición de moribundo. Es como si en medio del desastre que tal vez solo existe en su mente, reconociera que todo tiene un final.

Por unos minutos contempla su sueño y se cuestiona si así lucirá cuando finalmente parta por la “via del inferno” a encontrarse con sus padres. Se toma un té en un esfuerzo desesperado por recuperar la calma y de paso el sueño, pero incluso en medio del “jetlag” no lo logra. Mira la hora y se perturba al saber que en New York ya son las 7:36 de la mañana y que mientras todos ya se están levantando, él ni siquiera ha logrado relajarse bajo las sabanas. Tras un par de decenas de vueltas, decide saltar a la calle.

A pesar del miedo que le representa estar afuera a la madrugada, encuentra esa opción más agradable que revolcarse en el lecho mientras piensa en el final de su hermano. Sabe que es un pensamiento que no lo abandonará, pero al menos en la calle podrá encontrar una distracción. Ya en la “Via Nazionale”, enciende un cigarrillo, uno de los pocos que le quedan en el paquete que trajo consigo desde América. Aspira frenéticamente, con una desesperación que no da lugar al placer que conllevan las bocanadas de nicotina y alquitrán. 

Entra al Metro con la intención de tomar el tren al sur, desde pequeño siempre ha pensado que esa es la mejor dirección. En medio de la espera, el paquete de cigarros y el encendedor se deprenden de sus manos y caen sobre los rieles. Medita por un minuto la posibilidad de dejarlos ahí y aguantarse los deseos de seguir fumando. En el segundo dos del minuto dos se convence de que esa no es una opción. Mira a un lado y al otro y el túnel está completamente desolado, respira profundo y se lanza al foso. Toma los cigarrillos con su mano derecha, mientras con la izquierda se seca el sudor de la frente. Respira profundo y se ríe al reconocer el sitio en el que está. Se burla de su propia paranoia y enciende otro cigarrillo, la luz del encendedor lo confunde al punto que no entiende que lo que encandelilla sus ojos es la luz del tren, que como un toro lo arrolla desprendiendo sus miembros como siglos atrás sucedió a los gladiadores vencidos en las arenas del Coliseo. Acto seguido lo que queda de su existencia es devorado por las ratas que salen de todos los recovecos del túnel.

Finalmente Dante tenía la razón. No era paranoia, la muerte sí estaba cerca aunque no tanto de su hermano como de él.

sábado, 22 de septiembre de 2012


'Una moral tan baja como su talla'

Cuando pone el primer pie sobre la arena, todo se paraliza, las cabezas de todos los presentes obligadamente giran hacia donde él se encuentra para permitir a los ojos mirar con comodidad su desfile hasta el centro de la playa. Siempre escoge el mismo lugar. El mismo “hot spot”, en el que él sabe es y será el centro de todas las miradas. La forma como contonea sus carnes de un lado al otro me recuerda los desfiles de las reinas en Cartagena, la misma carnicería, pero sin tan sólo un intento por mostrar algo de clase. No, aquí no hay pie a ese tipo de pretensiones. El acercamiento es al mismo tiempo tan engañoso como honesto. Como dicen por ahí: todos saben a lo que van.

Me resulta bastante curioso el efecto que genera en todos los demás. Al principio pensé que se trataba de algún tipo de impresión dado que es de talla bastante baja, aunque no lo suficiente para ser considerado un “enano” como despectivamente algunas personas llaman a quienes tienen corta estatura. Pero no, la atracción no tiene tanto que ver con cuánto mide como con su moral.

Algunos afirman que hizo el transito perfecto de Beach Boy, primero entregando toallas y tragos a los huéspedes de los hoteles cinco estrellas de South Beach, luego como bartender-stripper en los bares gay, para finalmente convertirse en scort; o como vulgarmente se le llamaría en cualquier parte de Latinoamérica, en un puto.

Lo cierto, es que su contoneo no demuestra bajeza alguna; por el contrario exhibe con alarde una altivez que ralla en la arrogancia. Él sabe que su desfile es admirado y mejor aún bien valorado por los turistas que no escatiman en pagar sus altos honorarios, bien sea por el placer que generan sus talentos en las artes amatorias o por el simple fetiche de cumplir la fantasía de tener entre las sábanas a alguien que puede ser tan bajo y tan alto a la vez.

-“Hola guapo”, alguien le dice.

-“Gracias por el piropo papo, pero si quieres llegar a la siguiente base vas a tener que gastar más que palabras”, dice él.


Acto seguido las palabras dejan de ser moneda y los billetes verdes son la única llave que abre todas sus puertas. Primero las de su boca, de la cual emanan sonrisas casi autenticas y palabras complacientes y tan falsas como la seguridad de su desfile en la playa y su aparente felicidad. Luego las de sus manos, cargadas de roces con las puntas de sus dedos; los mismos que irán a donde quiera que el mejor postor lo requiera. Y si los billetes siguen cayendo en sus bolsillos, las de su piel que permiten caricias y manoseos desprovistos de cualquier clase de inocencia. Claro está que todo finaliza o mejor dicho empieza, en las de sus adentros que de par en par pueden recibir en su pequeña humanidad brutales embestidas, de las cuales como el torero más experto saldrá bien librado tal vez no recibiendo un grito de “ole” como recompensa,  pero si uno de “papi you are the best”, por supuesto acompañado de más verdes.


Su historia que no conozco, no ha de ser muy distinta a la de tantos que como él viven de su cuerpo o mejor aún de las fantasías, inseguridades y fetiches de los demás. Sin embargo, es tal vez la que al menos en mi imaginario de espectador sin nombre, resulta más fascinante, probablemente porque literalmente se ha contoneado frente a mis ojos.

No le conozco y no le conoceré, en realidad no sé si su moral es tan baja como su talla, no le he hablado y estoy seguro de que jamás cruzaremos palabra, pero lo que es claro es que la combinación de su físico, su pavoneo y los rumores que se generan en torno a él; eran algo que no podía dejar de contar o al menos de hacer el intento.  

  

jueves, 13 de septiembre de 2012


El Loco

Sus nombres eran como de enciclopedia, algunos relacionados con un famoso presidente de los Estados Unidos y otros con un conde inglés. Títulos: los tenía todos, como diría mi padre, con más cartones que un tugurio y paradójicamente todos en Psicología. Sin embargo, todos ellos no le fueron suficientes para evitar que mi amiga, a la que él despectivamente llamaba ‘LCaucana, lo inmortalizara con la chapa de El Loco.

Y la verdad es que lo estaba, el único que no lo veía, al menos al principio, era yo. Lo cual más de diez años después encuentro completamente lógico. Era la típica historia del adolescente que se enamora del encantador cuarentón, con una pequeña salvedad: que el cuarentón era más bien cincuentón y el único encanto que tenía era el de manipular jovencitos.

Con claridad recuerdo el día que caminando en la calle me abordó, la seguridad de todas y cada una de sus palabras, pero por sobre todo esa arrogancia disfrazada de inteligencia que sin darme cuenta me cautivó. Pero repito, diez años después todo luce bastante diferente.
A ese primer encuentro callejero sobreviví gracias a la negación absoluta en la que vivía por aquel entonces. No puedo negar que en mis adentros lo único que deseaba era experimentar todo ese mundo desconocido del cual El Loco parecía tener las llaves de la puerta de entrada. Sin embargo, y como eniño de su casa, opté por huir de la situación, pensando en que ese sería un personaje del que no volvería a saber, al tiempo que me sentía aliviado de saber que no me dejé llevar por mi instinto y que aún podía defender a capa y espada el ser heterosexual.

De haber sido todo de la forma como lo pensé otra habría sido la historia. No obstante en una jugada absurda, marcada por la casualidad, meses después me lo encontré en frente de la puerta de mi edificio. En el primer momento no supe que pensar, llegué a preguntarme si era posible que el personaje me estuviera siguiendo. Pero que va, sólo se trataba de una vulgar casualidad: su mejor amiga era mi vecina.

Cinco minutos tardó la vecina en aparecer, una ventana corta de tiempo que le fue suficiente para lograr obtener el número de mi teléfono y una cita conmigo. Afortunadamente no tuvo más tiempo porque de haberlo tenido quien sabe que más cosas hubiese conseguido. Eso es lo que pienso hoy diez años después, pero en ese momento, no podía parar de repetirme a mi mismo y a los pocos amigos que sabían de mi “gaycismo” que se trataba del destino y que parecía ser que había encontrado el amor.
A partir de ese momento fuimos inseparables, no hubo un solo día que pasara sin que nos viéramos y sin que yo recibiera miles de atenciones de su parte. Todas y cada una enfocadas en hacerme sentir el rey del universo, en mostrarme un mundo que hasta ese entonces jamás había tenido; un universo al cual él sabía que yo no iba a poder renunciar con facilidad.

Era como si día a día con cada cena, regalo y detalle, forjara las barras de la jaula de oro en la que me encerraría para tenerme como su tesoro más preciado. Y yo como oveja que sigue a su pastor, no pude ver más allá de mis narices. Lo único que podía ver era que estaba viviendo mi propia cinderella story, en la que todo era color de rosa. En ese momento no pude imaginar que la miel de la luna se convertiría en hiel. En una tan amarga como sólo puede sentirse en el gusto tras horas enteras de vomitar sin pausa.

Pero volviendo al curso de la historia, en su propósito de tenerme, El Loco lo hizo todo. Eso tengo que reconocerlo. Desde ingeniarse declaraciones extremas de amor como parafrasear fragmentos de El Principito de Antoine de Saint-Exupéry, a la luz de las velas en un restaurante reservado exclusivamente para los dos. ¿Increíble cierto?

Pero eso no fue todo, al tiempo que me bombardeaba con sus dardos de romance, se aseguró de cubrir todas y cada una de mis válvulas de escape. Para ello se hizo amigo de todos mis amigos, lo cual le permitió estar en cada uno de los planes a los que pudiera haber lugar. No hubo fiesta, tomada de tragos o simple reunión en la que El Loco’ no estuviera presente. Adicionalmente, se aseguró de encantar con sus atenciones a todo mi entorno, incluso logrando poner a algunos de ellos a su total servicio. No había nada que fuera imposible de conseguir para El Loco. Desde licor y comida hasta marihuana y otras ayudas. Todo siempre a manos llenas y al extremo.

Uno a uno de mis amigos cayó en el juego, con excepción de ‘LCaucana’, quien fue directa en manifestar sus intenciones de no ser parte de él. Razón por la que la odió y vetó de toda nuestra agenda social.  

Todos y cada uno de mis pasos eran controlados. El Loco sabía mis horarios de clase, las horas en las que salía y llegaba a casa, si me reunía para un trabajo o si me iba al gimnasio; todo, incluso cuando yo no se lo contará. Así, sin darme cuenta, a mis escasos 20 años terminé convertido en el novio objeto. En una parte más del mobiliario de su apartamento, sólo que a diferencia de las lámparas de cristal Bacarat, yo era objeto de sus más bajos deseos, de sus celos enfermizos, de su obsesión por controlar y manipular. Del amor al odio hay solo un paso dicen las abuelas, así como lo hay del deseo sexual al asco, si queremos definir cómo se torno la alcoba en la parte final de esta relación enfermiza.

Así tal cual fue mi primera experiencia en el abismo del amor homosexual: extrema. De la pasión y el enamoramiento desenfrenado a la desesperación y a la impotencia de no poder terminar una cadena de extraña e inconcebible dependencia. El final de esta historia se lo pueden imaginar: adolescente deja de serlo y descubre a cincuentón con harem de jovencitos. Sólo una consideración final, lo único que diez años después sigue siendo igual, es el hecho de que El Loco, me enseñó a reconocer lo que no quiero tener en mi vida y eso no tiene precio!, como dice cierta publicidad, para todo lo demás existe MasterCard.

domingo, 9 de septiembre de 2012


Culpa

Son las 7 de la noche del lunes y contrario a lo que es costumbre, no estoy recostado en mi cama viendo televisión, descansando del estrés de un largo de día de trabajo. Por el contrario, me encuentro limpiando; y lo hago con fuerza, con un ánimo y una energía que ni yo mismo reconozco. Supongo que la concentración en quitar la grasa del mesón de mi cocina proviene de la impotencia que me produce mi incapacidad  para limpiar mi conciencia. Por eso limpio, al tiempo que trato de escapar de la culpa que vive en mis adentros.

Todo comenzó un domingo en la tarde dos años atrás, en el que tras un almuerzo epifánico declare acerca de mi necesidad de conocer a alguien sin las complicaciones propias del amor, es decir sin el drama y  la dependencia. Así fue como caminando de vuelta de mi casa en una esquina conocida vi una cara completamente desconocida. Unos ojos azules que no paraban de observarme y que por supuesto yo no podía dejar de mirar. El duelo de miradas se mantuvo hasta el punto en que quedamos uno en frente del otro sin otra opción que saludarse como si fuéramos viejos conocidos.

Minutos después me encontraba sentado en la hierba de un parque del sector teniendo una de las charlas más entretenidas que había tenido hasta ese entonces. Era como si se tratara de una cita más, pero con la adrenalina que solo aquellos encuentros que empiezan con un “hello stranger” pueden tener. A la charla le siguió una copa en su apartamento, ubicado a tan solo unos cuantos pasos de donde nos encontrábamos. Sin embargo una copa no fue suficiente y pese al temor de empezar el lunes con una resaca monumental, varios corchos fueron penetrados por la filosa punta de acero con la que mi anfitrión abrió cada una de las botellas.

Hablamos de lo divino y lo humano, al tiempo que cada vez menos prendas cubrían nuestros cuerpos. Mientras nos besábamos acaloradamente supe de su novio que se encontraba disfrutando del verano europeo y que no volvería hasta el inicio del otoño. Esa noche no pregunte más, me entregue a los besos y caricias del extraño, celebrando que tuviera novio y poder disfrutar de el sin grandes rollos mentales.

Recuerdo la atracción de ese momento, la misma que siento ahora. Esa necesidad vísceral de acercar mi cuerpo al suyo, de encontrar puentes de conexión entre su cuerpo y el mío. Aun puedo sentir su tupida barba raspando la piel de todo mi cuerpo, la humedad de su lengua recorriéndome, la calidez de sus labios al tocarme. No hubo uno solo de mis recovecos corporales, que él no haya alcanzado, como no quedo ninguno de él en el que yo no haya estado.

Después de haber disfrutado inmensamente el uno del otro; me invito a pasar la noche con el, en su cama, la misma de su novio ausente, la misma en la que aun anhelo estar. Una propuesta tentadora a la que respondí yéndome a mi casa y afirmando que sería en otra oportunidad.