Corredor
Y se descubrió a sí mismo, corriendo tan rápido como nunca lo había hecho; avanzando sin pensar, desconectando sus piernas del cerebro. Corriendo, simplemente corriendo.
Al tiempo que lo hace, la señal en su cabeza, la de la luz roja que a modo estrodoscópico indica precaución, se hace más visible que antes, pero ahora ya no sirve de nada, ya ha pasado su tiempo y su función resulta inútil e incompetente, pues el mal ha avanzado lo suficiente para hacerse notar ante los ojos de todos. El avistamiento de una muerte segura, seguro le hace desear morir!
Mientras elucubra corre, con el único objetivo de llegar a la mitad de ninguna parte, con la intención de volver al punto del cual nunca debió haber salido, el mismo al que no debió haber llegado, aquel en donde no debió haber nacido. Corre, corre y corre, sin visionar consuelo alguno.
En su mente revuelta y sinapsada, se configura la estereotipada imagen tantas veces vista por el cinéfilo corredor. Aquella en la que el héroe de la película al estar en peligro ve correr ante sus ojos, la cinta de su vida; y saca fuerzas para seguir adelante. Sin embargo, en el caso del corredor de angustias y desesperanzas, esta secuencia no hace el efecto esperado, por el contrario incrementa el dolor por todo aquello que ha vivido y no podrá gozar de repetición. Porque él desde su desbarajustada cama de hospital; cada instante, minuto o segundo, se aleja más de todo y de todos; su paso veloz es ahora acompasado por el pito rechinante del respirador al que está conectado y por el llanto de quien quizás alguna vez le amó.
viernes, 14 de abril de 2006
Timador timado
En el sonoro bus, que en medio de la noche de un lugar llamado Cali, adiestraba a todas y cada una de sus partes, para que desde las desbarajustadas sillas hasta la corroída pintura, se constituyeran en orquesta ambulante; sentado allí, el hombre de los ojos grises pensaba. Mientras al mismo tiempo en el teclado de su mente escribía acerca de ella, de los cálidos besos de aquella noche de magia y confusión, de la ternura y sonrisa de la mujer anónima, que sin reservas y en medio de la brisa, a través de su boca le entregó algo más que su corazón.
Al aterrizar de su viaje onírico escritural, por el mundo de sus recuerdos no fragmentados, se reconoce una vez más inmerso en la orquesta ambulante, preguntándose cómo pudo llegar a esa situación, cómo su corazón pudo tornarse tan confundido. Al mirar por la ventanilla, observa en el paradero a un bello hombre cuyos calendarios no pasaban de veinte, de apasionantes ojos verdes y grises barbas a medio rasurar. Mientras le observa con gusto y detenimiento se pregunta qué lo llevó a besar aquellos labios femeninos cuyas delicadas curvaturas y texturas cree ahora reconocer en el iris verdoso y lagunesco de aquel hombre.
Entre pensar y mirar, el arcaico vehículo continúa su rumbo y entre tanto el adonis de los ojos verdes se pierde a lo lejos. Desde su chirriante silla logra identificar en la siguiente parada la imagen de la mujer de los besos y la sonrisa tierna esperando por él. En medio de su dilema y al ser el momento de enfrentar su batalla de sentimientos, se levanta y dirige su dedo índice hacia el pezón que
Parece tener por timbre aquel conjunto de metal rodante; el mecanismo chirriante se detiene y el hombre se apresura a posar en tierra firme sus piernas temblorosas e inseguras para caminar hacia ella.
Respira hondo, levanta el rostro y dirige su mirada al punto exacto, milimétrico y casi cartesiano en el que divisó por última vez a la mujer causante de la confusión y los sentimientos encontrados. Sin embargo, pese a la rapidez de sus ojos ávidos de ella, sólo logra encontrarse con un espacio vacío y una línea recta que le indica que la mujer camina en una dirección distinta a la de su encuentro.
¿Se habrá cansado de esperarme?, ¿estará enojada por ello? O será más bien que sabe lo de… se pregunta el confundido ser. Mientras se apresura a alcanzarla, siguiendo sus pasos con sigilo y desesperación, pensando en el dolor que le causará a su amada su gusto particular por los miembros de su mismo sexo.
Así, con un diluvio de ideas cayendo una y otra ves sobre el espacio sideral de su mente, siguió los pasos de la mujer que se adentraba en la oscuridad de una vieja zona verde de la ciudad, a la que llaman El parque del Acueducto. Al timador de corazones le pareció extraño, el peligroso lugar al que la lastimada fémina se dirigió con prisa, no obstante, ese hecho aislado ante sus remordimientos por las miradas al hombre de la ventanilla del autobús no significó nada; pues el solo podía pensar y sufrir por el disgusto que le generaría a la mujer de los besos, sus gustos de hombre no heterosexual.
En su discusión interna, no se percata de que la mujer tiene nueva compañía, pero… ¿qué es lo que ve? Los labios cándidos que le entregaron la calidez de ese hermoso ser, besaban a otros labios y sus manos que acariciaron su rostro aquella noche de brisa; se perdían entre unos cabellos más largos que los suyos y sobre las finas curvaturas de unos grandes y tonificados senos, que, obviamente él no tenía y que por más proximidad que pudiera tener con el sexo femenino no deseaba tener.
Una vez más, el hombre de los sentimientos confusos no supo qué pensar, ni qué sintió, tan sólo atinó a retirarse del lugar, tan sigilosamente como había llegado, mientras se decía a sí mismo que los heterosexuales tenían razón al decir que no es posible entender a las mujeres, y que esa era una válida razón para volver en busca de unos ojos verdes y una barba gris a medio rasurar
Noches
Cargado al infinito por una angustia que me helaba los huesos, me quitaba el sueño y hasta las ganas de respirar. Así me sentía aquella noche del 2 de febrero de 2004. Una noche más si se puede decir, teniendo en cuenta que no era la primera de esas noches y pensando en el tiempo recorrido por esa infernal emoción en mi vida, en mi cuerpo, en mi alma y en mi soledad.
Entre las cuatro paredes de mi supuesto refugio, ya no podía tolerar en mi garganta los estragos hechos por la nicotina de tantas noches de desasosiego. Todo parecía transcurrir a mi alrededor en una permanente y tranquila calma; sin embargo, al caer la noche y con ella su manto de oscuridad y lejana luz galáctica, mi mente parecía nublarse, parecía quedarse ciega o al menos tuerta y mi razón empezaba a jugarme malas pasadas. Llevándome por un mundo de recuerdos e imágenes. Por un camino de molestias e intranquilidades. Transformando mi entorno natural de descanso, convirtiendo mi cama en la sede de mis pesadillas, sobresaltos y angustias.
Ante mis ojos, mitad despiertos y mitad dormidos me descubro convertido en navegante de una aventura no deseada por un mar de nervios, llanto, gritos e irracionalidad. Océano negro que me llevó a caminar por un bosque de interioridad e individualidad, por una vía cuyo único visitante conocido podría ser yo, además de mis propios demonios, que vigilan mi paso sigiloso y asustadizo por aquel lugar.
Me sentía como en Notre Dame de Paris, rodeado de gárgolas, de imágenes de maldad y temor.
Desprotegido, con la sensación de desamparo que sólo puede sentir aquel miserable que teme de sí mismo y de sus fantasmas interiores. Como aquel pobre de corazón, que no puede soportarse así mismo, como aquel pusilánime que no tolera su presencia en soledad, su carne sin roce de piel y su miseria sin tener a quien exhibirla.
Así me sentí esa noche, de la misma forma como me sentí las noches anteriores a esa y como muy seguramente me seguiré sintiendo hasta que se me redima de este hades de inestabilidad, perpetuo movimiento mental, paranoia, desesperación y despreciante psiquiatría, espacios negros de tiempo, a los que algunos llaman noches, simplemente noches.
Cargado al infinito por una angustia que me helaba los huesos, me quitaba el sueño y hasta las ganas de respirar. Así me sentía aquella noche del 2 de febrero de 2004. Una noche más si se puede decir, teniendo en cuenta que no era la primera de esas noches y pensando en el tiempo recorrido por esa infernal emoción en mi vida, en mi cuerpo, en mi alma y en mi soledad.
Entre las cuatro paredes de mi supuesto refugio, ya no podía tolerar en mi garganta los estragos hechos por la nicotina de tantas noches de desasosiego. Todo parecía transcurrir a mi alrededor en una permanente y tranquila calma; sin embargo, al caer la noche y con ella su manto de oscuridad y lejana luz galáctica, mi mente parecía nublarse, parecía quedarse ciega o al menos tuerta y mi razón empezaba a jugarme malas pasadas. Llevándome por un mundo de recuerdos e imágenes. Por un camino de molestias e intranquilidades. Transformando mi entorno natural de descanso, convirtiendo mi cama en la sede de mis pesadillas, sobresaltos y angustias.
Ante mis ojos, mitad despiertos y mitad dormidos me descubro convertido en navegante de una aventura no deseada por un mar de nervios, llanto, gritos e irracionalidad. Océano negro que me llevó a caminar por un bosque de interioridad e individualidad, por una vía cuyo único visitante conocido podría ser yo, además de mis propios demonios, que vigilan mi paso sigiloso y asustadizo por aquel lugar.
Me sentía como en Notre Dame de Paris, rodeado de gárgolas, de imágenes de maldad y temor.
Desprotegido, con la sensación de desamparo que sólo puede sentir aquel miserable que teme de sí mismo y de sus fantasmas interiores. Como aquel pobre de corazón, que no puede soportarse así mismo, como aquel pusilánime que no tolera su presencia en soledad, su carne sin roce de piel y su miseria sin tener a quien exhibirla.
Así me sentí esa noche, de la misma forma como me sentí las noches anteriores a esa y como muy seguramente me seguiré sintiendo hasta que se me redima de este hades de inestabilidad, perpetuo movimiento mental, paranoia, desesperación y despreciante psiquiatría, espacios negros de tiempo, a los que algunos llaman noches, simplemente noches.
¡Quién dijo que era facil!
Hay quienes logran amar con entrega absoluta, sin reservas y sin temores, sin preguntas y siempre con miles de respuestas, bienaventurados y afortunados ellos. Porque en contrapeso, existen otros para quienes amar se convierte en toda una faena digna del mejor torero. Son aquellos, que se reservan todo para evitar el dolor, que es inherente al amar. Quienes cargan la pesada cadena de las dudas y se tragan sus propias incógnitas asumiendo que así no muestran debilidad y llevan el control de las relaciones o seudorelaciones a las se enfrentan. Aquellos que entregan el corazón a medias por miedo a salir de sus estados de comodidad.
Para amar, hay dejar el rechazo y la negación, simplemente hay que aceptar que no se es infalible y que se puede perder la razón y la dignidad por el corazón que se enferma de pasión.
Para amar hay que simplemente dejar que los sentidos se entreguen en una danza sin tiempo y sin espacio en el que se encuentran y desencuentran los cuerpos y las cargas, a través de un rito en el que se tienen los ojos cerrados y los brazos abiertos.
Que sea esta una invitación a descubrir las facetas del amar y del soñar, para mañana, pasado y para mil vidas más, en las que confiemos, entreguemos, amemos y podamos ser.
¿Y qué más?
Hace unos días compartiendo un café con amigo, en la candelaria, en el centro histórico de Bogotá, entre humo y palabras, surgió un tema del que todo hombre, homosexual o no, puede opinar, sin embrago el calibre de las opiniones puede variar de acuerdo a la experiencia personal con el asunto.
En el caso de mi acompañante, el tema resulta ser casi una pulsión, le estresa y perturba, pues se podría decir que él es un citofóbico, dada la gran cantidad de citas hartas que ha podido vivenciar. En mi caso, las citas hartas no alcanzan a tomar esas dimensiones, pero si he de decir que me perturban lo suficiente como para dedicarles unas cuantas letras y otros tantos pensamientos. Es por eso que he decidido reconstruir de forma literaria algunos apartes de aquella conversación, que estuvo rodeada de jazz, risas, tinto fumado y anécdotas.
-¡Odio las citas jartas!
-¿A qué te refieres con eso?
-A cuando estás en plena rumba, ves un tipo que te gusta. Porque está bueno, baila bien, es bonito; y además al flirtearle y jugar con miradas y sonrisas coquetas te das cuenta de que te copia.
-el típico levante discotequero, pero si eso es rico…
- calma, que hasta ahora estamos empezando. Retomo, con los antecedentes de la noche te armas de todo tu arsenal de tácticas y argucias para levantar y terminas bailando con él e involucrado en un juego de miradas y risas coquetas, para finalmente en medio del estruendo del lugar sacarle el número de su teléfono o de celular que es lo más común.
-Perfecto pero insisto, ¿dónde está lo jarto o lo mamón del asunto?
- Todavía no empieza. Lo aburridor de la vaina no se da ese día, en algunos casos, lo molesto llega un día después cuando, emocionado, por el medio levante de la noche anterior lo llamas, le hablas medio bonito, dependiendo de la emoción y para empezar con los clichés le dices: tomémonos un café, te recojo en una hora.
Escarbas como gallina tu clóset, sacas lo mejor que tengas para la ocasión te demoras casi la hora que tienes para recogerlo, pensando cual es la pinta apropiada; aquella que no demuestre el hambre y las ganas de verte espectacular, pero que no te haga ver mal vestido. ¡Por fin la encuentras!; vuelas en tu carro atravesando la ciudad, porque además casi siempre el personaje de la rumba vive en la mierda de tu casa. Cuando por fin llegas allá, le timbras al celular y le pides que baje.
Lo miras de arriba abajo, queriendo corroborar que los tragos no te jugaron una mala pasada; y que contrario a lo que recuerdas el tipo es una boleta. De arriba debajo de izquierda a derecha y viceversa, el tipo sigue siendo perfecto; de hecho, se ve mejor de día que de noche y con tragos. Y tú haciendo uso de tus técnicas de casanova experimentado le dices que se ve aún mejor a la luz del día que en la oscuridad de la disco. El personaje y sus apretadas ropas se monta, y pone en escena uno de los indicios más comunes de la cita jarta: un “hola cómo estás”, cantadito con una sonrisa de reina que más impostada no puede ser.
-Pero bueno por una sonrisa hipócrita y un tono tonto en la voz la cita no está arruinada, además no se puede juzgar a alguien por lo primero que dice.
- Claro, que por eso no se juzga a nadie, pero resulta que las sospechas de que va a ser una cita harta se empiezan a corroborar, cuando en la media hora de camino que hay de su casa hasta el café perfecto de la T que escogiste para impresionarlo, la muletilla ¿qué más?; se repite diez o quince veces en el mejor de los casos, como un mínimo común múltiplo.
- El concierto de los monosílabos…
- Sin embargo, te calmas, lo miras y dices es divino, no puede estar arruinado y de manera estoica te mantienes en la aventura de levantártelo.Entran se sientan y le preguntas que quiere tomar y como tercera fase de la cita jarta, te contesta: “lo que tu quieras”. Tú sonríes y le devuelves sus palabras, pero el insiste en tomar lo mismo que vos o lo que termines recomendándole. Sin embargo, empiezas a pensar temas para sacarle palabras que no pertenezcan al grupo de los monosílabos.
¿ y te gusta leer?, error, pregunta a la que siempre te van a decir que sí!. Pero como vos sos terco, continuas y contrapreguntas: ¿que te gusta leer? Y él responde TV y Novelas, Shock, Jet Set, Fucsia, Hola y remata diciendo: y El Mal Pensante a veces, pero es que no entiendo casi lo que escriben allí.
Para ese momento aún se mantiene la esperanza de que todo sea una falsa impresión, que simplemente empezaste la conversación por donde no era y que debe haber un cambio. Es entonces cuando se toma la decisión de tocar otros temas. Pero como es duro escarmentar y más cuando se tiene al personaje con la cara de ángel y el cuerpo de streeper, la vuelves a cagar con otro tema de lunes que el sábado en la tarde no cuadra; como por ejemplo la actualidad política, la situación del espacio público en la ciudad, el estado de las vías, la hora zanahoría etc.
Tópicos que traen de vuelta las monosilábicas respuestas del trayecto en el carro: y qué más, y entonces, aja, umju y demás. Y es allí donde está la cuarta característica típica de la cita jarta: cuando a todo dice que si, ya sea, porque no entiende lo que se le dice, porque le aburre el tema o porque definitivamente para ese momento para él, tú ya te has convertido en la cita más jarta de su vida.
Y terminas, haciendo otro trayecto hasta la mierda que se te hace más largo que el primero y ya sin siquiera monosílabos, porque ambos han entendido que la tarde fue un fracaso y que lo que parecía perfecto en la discoteca la noche del viernes, la tarde del sábado simplemente no lo es.
Palabras más, palabras menos, así puedo ahora concluir la cátedra que me dio mi amigo sobre ese tipo de situaciones molestas en las que se puede convertir una cita. Y entre risas y varios capuchinos con cigarrillos terminó la charla con él. Encuentro en el que tocamos algunos casos más de salidas aburridoras, que por ahora no pienso tocar.
Moraleja: no siempre el levante perfecto de la rumba se traduce en la cita perfecta.
Hace unos días compartiendo un café con amigo, en la candelaria, en el centro histórico de Bogotá, entre humo y palabras, surgió un tema del que todo hombre, homosexual o no, puede opinar, sin embrago el calibre de las opiniones puede variar de acuerdo a la experiencia personal con el asunto.
En el caso de mi acompañante, el tema resulta ser casi una pulsión, le estresa y perturba, pues se podría decir que él es un citofóbico, dada la gran cantidad de citas hartas que ha podido vivenciar. En mi caso, las citas hartas no alcanzan a tomar esas dimensiones, pero si he de decir que me perturban lo suficiente como para dedicarles unas cuantas letras y otros tantos pensamientos. Es por eso que he decidido reconstruir de forma literaria algunos apartes de aquella conversación, que estuvo rodeada de jazz, risas, tinto fumado y anécdotas.
-¡Odio las citas jartas!
-¿A qué te refieres con eso?
-A cuando estás en plena rumba, ves un tipo que te gusta. Porque está bueno, baila bien, es bonito; y además al flirtearle y jugar con miradas y sonrisas coquetas te das cuenta de que te copia.
-el típico levante discotequero, pero si eso es rico…
- calma, que hasta ahora estamos empezando. Retomo, con los antecedentes de la noche te armas de todo tu arsenal de tácticas y argucias para levantar y terminas bailando con él e involucrado en un juego de miradas y risas coquetas, para finalmente en medio del estruendo del lugar sacarle el número de su teléfono o de celular que es lo más común.
-Perfecto pero insisto, ¿dónde está lo jarto o lo mamón del asunto?
- Todavía no empieza. Lo aburridor de la vaina no se da ese día, en algunos casos, lo molesto llega un día después cuando, emocionado, por el medio levante de la noche anterior lo llamas, le hablas medio bonito, dependiendo de la emoción y para empezar con los clichés le dices: tomémonos un café, te recojo en una hora.
Escarbas como gallina tu clóset, sacas lo mejor que tengas para la ocasión te demoras casi la hora que tienes para recogerlo, pensando cual es la pinta apropiada; aquella que no demuestre el hambre y las ganas de verte espectacular, pero que no te haga ver mal vestido. ¡Por fin la encuentras!; vuelas en tu carro atravesando la ciudad, porque además casi siempre el personaje de la rumba vive en la mierda de tu casa. Cuando por fin llegas allá, le timbras al celular y le pides que baje.
Lo miras de arriba abajo, queriendo corroborar que los tragos no te jugaron una mala pasada; y que contrario a lo que recuerdas el tipo es una boleta. De arriba debajo de izquierda a derecha y viceversa, el tipo sigue siendo perfecto; de hecho, se ve mejor de día que de noche y con tragos. Y tú haciendo uso de tus técnicas de casanova experimentado le dices que se ve aún mejor a la luz del día que en la oscuridad de la disco. El personaje y sus apretadas ropas se monta, y pone en escena uno de los indicios más comunes de la cita jarta: un “hola cómo estás”, cantadito con una sonrisa de reina que más impostada no puede ser.
-Pero bueno por una sonrisa hipócrita y un tono tonto en la voz la cita no está arruinada, además no se puede juzgar a alguien por lo primero que dice.
- Claro, que por eso no se juzga a nadie, pero resulta que las sospechas de que va a ser una cita harta se empiezan a corroborar, cuando en la media hora de camino que hay de su casa hasta el café perfecto de la T que escogiste para impresionarlo, la muletilla ¿qué más?; se repite diez o quince veces en el mejor de los casos, como un mínimo común múltiplo.
- El concierto de los monosílabos…
- Sin embargo, te calmas, lo miras y dices es divino, no puede estar arruinado y de manera estoica te mantienes en la aventura de levantártelo.Entran se sientan y le preguntas que quiere tomar y como tercera fase de la cita jarta, te contesta: “lo que tu quieras”. Tú sonríes y le devuelves sus palabras, pero el insiste en tomar lo mismo que vos o lo que termines recomendándole. Sin embargo, empiezas a pensar temas para sacarle palabras que no pertenezcan al grupo de los monosílabos.
¿ y te gusta leer?, error, pregunta a la que siempre te van a decir que sí!. Pero como vos sos terco, continuas y contrapreguntas: ¿que te gusta leer? Y él responde TV y Novelas, Shock, Jet Set, Fucsia, Hola y remata diciendo: y El Mal Pensante a veces, pero es que no entiendo casi lo que escriben allí.
Para ese momento aún se mantiene la esperanza de que todo sea una falsa impresión, que simplemente empezaste la conversación por donde no era y que debe haber un cambio. Es entonces cuando se toma la decisión de tocar otros temas. Pero como es duro escarmentar y más cuando se tiene al personaje con la cara de ángel y el cuerpo de streeper, la vuelves a cagar con otro tema de lunes que el sábado en la tarde no cuadra; como por ejemplo la actualidad política, la situación del espacio público en la ciudad, el estado de las vías, la hora zanahoría etc.
Tópicos que traen de vuelta las monosilábicas respuestas del trayecto en el carro: y qué más, y entonces, aja, umju y demás. Y es allí donde está la cuarta característica típica de la cita jarta: cuando a todo dice que si, ya sea, porque no entiende lo que se le dice, porque le aburre el tema o porque definitivamente para ese momento para él, tú ya te has convertido en la cita más jarta de su vida.
Y terminas, haciendo otro trayecto hasta la mierda que se te hace más largo que el primero y ya sin siquiera monosílabos, porque ambos han entendido que la tarde fue un fracaso y que lo que parecía perfecto en la discoteca la noche del viernes, la tarde del sábado simplemente no lo es.
Palabras más, palabras menos, así puedo ahora concluir la cátedra que me dio mi amigo sobre ese tipo de situaciones molestas en las que se puede convertir una cita. Y entre risas y varios capuchinos con cigarrillos terminó la charla con él. Encuentro en el que tocamos algunos casos más de salidas aburridoras, que por ahora no pienso tocar.
Moraleja: no siempre el levante perfecto de la rumba se traduce en la cita perfecta.
jueves, 13 de abril de 2006
miércoles, 12 de abril de 2006
PENSAMIENTO CINEMATOGRÁFICO
Pienso, rostros van y vienen,
imágenes cinematográficas te traen a mi mente;
flash back de tu cuerpo desgarrando el mío.
Me invades con mi permiso.
Llegas a donde antes habían llegado,
mas de una forma como antes no fue posible.
Y pienso, qué soy yo?
nada. Un cuerpo casi inerte cuyo tiempo pasa
esperando que su espera no sea vana.
Un ser atado al cable del teléfono,
intentando desplazarse por su fibras ópticas y emocionales,
para ver si entre pulso e impulso;
te encuentro, me encuentras o nos encontramos.
Pienso, rostros van y vienen,
imágenes cinematográficas te traen a mi mente;
flash back de tu cuerpo desgarrando el mío.
Me invades con mi permiso.
Llegas a donde antes habían llegado,
mas de una forma como antes no fue posible.
Y pienso, qué soy yo?
nada. Un cuerpo casi inerte cuyo tiempo pasa
esperando que su espera no sea vana.
Un ser atado al cable del teléfono,
intentando desplazarse por su fibras ópticas y emocionales,
para ver si entre pulso e impulso;
te encuentro, me encuentras o nos encontramos.
El Levante
Abrí los ojos y estaba junto mí. Inocente, tierno, con los ojos cerrados y con la sonrisa que sólo otorga la llegada al éxtasis, con quien se ama. Sus brazos se extendían sobre mi torso como las ramas de un viejo árbol que delicadamente sostienen un nido. Su cuerpo desnudo, ardía, era una fuente de calor incandescente, cuya temperatura se mantenía intacta, completamente idéntica a la del primer día.
La composición del cuadro era completamente armónica, totalmente a lugar. Todo parecía ser onírico, casi irreal, pero no lo era; él estaba allí junto a mí, aferrando mi cuerpo despierto al suyo que permanecía casi dormido. Se encontraba punzando el largo camino vertical de mi nuca, con la perfecta y respingada estructura de su nariz, contactándome, acariciándome, recordándome, que era real y que ahora era diferente.
Sin embargo, mi mente corría velozmente, sin quererse dejar llevar por el corazón, anhelaba no dejar avanzar la sensación de triunfo que lo invadía. Esa victoria que me embargaba, al saber que tres años después, todo era diferente, sin desapariciones, sin condiciones, sin preguntas y con muchas respuestas.
Pero la duda era inevitable. Cómo olvidar lo vivido durante tres años. Todo lo ocurrido desde aquel lunes en la noche cuando en medio de la muchedumbre del centro comercial Unicentro, al sur de mi ciudad, una voz extraña pronunció mi nombre, con claridad: Alejandro!
Al llevar la mirada hacia el lugar que mi oído identificaba como el epicentro de aquella voz, lo vi era él: alto, rubio, de ojos claros, desgarbado, pálido y simplón. Por la inmediatez cerebral de mi mente se cruzaron dos interrogantes: el primero; quién era, y el segundo como pudo saber mi nombre.
Mis preguntas fueron cortadas por un certero: “Tenía muchas ganas de conocerte, desde hace rato quería conocer a un periodista”. De inmediato, a mi parecer, la molesta pirámide invertida de mis clases de periodismo escrito, comenzó a tener una utilidad práctica en mi vida. Era claro que no le conocía, pero el sabía mi nombre, mi carrera y quién sabe qué más cosas de mí. Esa situación me asustaba, pero a la vez me retaba; el norte había cambiado circunstancialmente en esa noche veraniega de lunes.
Por ese motivo, pensé rápidamente mientras le observaba de pies a cabeza, mientras trataba de hacerme a una idea sobre aquel sujeto que me abordaba con tanta seguridad y aparente simpatía. “¡Mucho gusto!”, afirme mientras mis pies se acercaban al sujeto y mis neuronas del juicio o mi intuición me dictaminaban que el tipo no parecía peligroso.
Acto seguido con un gesto de desdén, le volví la espalda diciendo: “si le interesa conocerme, deberá acompañarme, pues aún no he comprado aquello por lo que vine. De otro modo, lo lamento pero eso de conocernos no podrá ser. Además es usted a quién le interesa conocerme”. Pese a la displicencia de mis palabras, el hombre aceptó y me acompaño en mi recorrido por aquel lugar de vitrinas, muchedumbre y plantas.
El tipo parecía normal, no obstante, por mi mente no dejaba de pasar sensación de peligro, de inseguridad, pues mi única certeza era que no sabía nada de él y que en tanto no podía tener el control de la situación. Mi conciencia me dictaba huir de allí, alejarme del lugar, pero algo dentro de mí me mantenía allí intacto, plantado a su lado. Era como si él, en medio de su desgarbo tuviera la fuerza de un imán que me atraía y me obligaba a compartir nuestras presencias.
De otro lado, entre los pasos, vitrinas y minutos que corrían velozmente; en mi cabeza se gestaba una obsesión: no regresar a casa, sin antes saber como pudo conocer mi nombre y profesión ese individuo que pese lucir ropa costosa y moderna y a ver el mundo a través del cristalino azul de sus ojos rasgados, a mi juicio resultaba simple, poco agraciado, feo y vulgar.
En efecto, el tiempo no se detuvo, mis compras ya estaban hechas y no tenía nada más que hacer en aquel lugar, sin embargo, el deseo de cumplir con mi nueva pulsión obsesiva me mantenía firme en el lugar. Pese a que la noche avanzaba y a no tener dinero para pagar un taxi que me llevara hasta mi casa, decidí continuar junto a aquel hombre que más que comodidad me generaba perturbación.
Entre pensar, en mi obsesión y en el cómo llegaría a casa, nuestros pasos ciegos nos dirigieron por un lado y por otro como en una suerte de ruleta de la fortuna. De esa forma al ver un cartel de una película en estreno, el hombre de la nariz respingada me invitó a verla, así pues, el azar intervino de nuevo, para retenerme por más tiempo en la compañía de aquel misterioso hombre.
Entramos al cine y vimos un filme completamente desagradable para mí. La pieza cinematográfica poseía toda la esencia bélica, del cine hollywoodense, lo cual marcaba una total contravía hacia mis gustos acerca del séptimo arte. Era irónico, yo acostumbrado a ver las cintas latinoamericanas, independientes o europeas me veía encerrado entre la pantalla y aquel hombre que más disímil a mí no podía ser.
Sentía que las balas del escenario ficcionado de la película me alcanzaban o que los gases de los enfrentamientos me asfixiaban, pues así me sentía ahogado. Hasta que percibí sobre el costado de mi abdomen el suave roce de unos dedos que parecían perderse en los recovecos de mi piel, la situación no me desagradaba, por el contrario me excitaba, me atraía, me complacía. El roce se prolongo por un momento y luego por otro y por otro, me involucraba en una cadena de sensaciones que nunca imagine experimentar al verme a abordado por aquel individuo horas antes.
La cinta termino a tiempo, pues de no ser así los dedos en mi torso me habrían llevado al éxtasis total y podría haberme visto en apuros. Del anonimato público de aquel recinto Salí más consternado aún, por un lado me seguía preguntando como aquel individuo conocía mi nombre, y por el otro me cuestionaba racionalmente el por qué no opuse resistencia ante las lubricas caricias de aquel desconocido.
Me apresure a salir de allí, no quería verle, sentía pánico. Temía que su amabilidad fuera una mascara. Sus caricias ponían ante mis ojos, su atracción sexual hacia mí y mi placer y gusto para con un personaje al que había mirado con desdén y poco agrado. Me alcanzó, me invito a tomar un taxi en su compañía. Me negué, pero él insistió, afirmando no separarse de mí hasta dejarme seguro en mi casa o en su defecto en un taxi.
Tratando de huir de la presión que me significaba la insistencia y actitud de aquel hombre, comencé a caminar, sin hablar. El individuo, seguía cada uno de mis pasos, como si estuviera siguiendo el camino hacia un tesoro misteriosamente escondido. Yo lo miraba con desconfianza, mientras él siempre tenía una sonrisa para mí.
Poco a poco, sus palabras y sonrisas lograron romper de nuevo la muralla de hielo que yo había interpuesto entre los dos. Sin pensar las cuadras pasaban y nuestras risas se quedaban para crear una atmósfera, de confianza y tranquilidad. De ese modo, entre risas y cansancio, transcurrieron no sé cuantos minutos y la distancia entre el centro comercial y mi casa fue vencida. Las casi cincuenta cuadras que separaban mi cama de la sala de cine desaparecieron y nos vimos frente a la puerta de mi casa.
Una vez allí, el lazo debía romperse, simplemente yo debería entrar y olvidar lo sucedido. No dar mayor importancia a lo ocurrido y continuar con mi vida normal. Sin embargo en un arranque decidí, pedir al desconocido su número de celular, convencido de que dado su interés no opondría ninguna clase de objeción. No obstante, el hombre, que hasta ese momento parecía ser muy descomplicado, afirmó no estar interesado en darme su número, por el contrario me pidió el mío y aseguró llamarme en otra oportunidad.
Confundido por la respuesta y sin haber logrado satisfacer mi pulsión obsesiva, no tuve más remedio que darle mi número, con la intención de que en una nueva oportunidad, él me confesará la razón por la que sabía tantas cosas de mí. Así pues, entré a la casa, al cuarto y sin sueño, me enfrenté a una noche de dudas, inquietudes y ansiedad, mucha ansiedad.
Por mi mente, no dejaba de pasar la pregunta del cómo pudo tener mi nombre, y la convicción de que mis preguntas se quedarían sin respuestas, ya que esa voz chillona y corriente no volvería a alterar la paz de mis oídos y de mi ser en general.
Al día siguiente, todo parecía transcurrir en una entera tranquilidad y normalidad, aunque recordaba lo ocurrido la noche anterior, ya no estaba tan ansioso, pero la duda era latente en mí razonar. Así como lo era, la intuición de que aquel individuo no marcaría jamás los diez números de mi teléfono celular, las diez cifras que unirían de nuevo su estridente voz con la mía.
Inesperadamente, todo ocurrió de manera contraria y el milagro se dio. El reloj marcaba las 3:15 de la tarde, la misma hora en la que 20 años antes, vi por vez primera la luz del mundo y de la vida. Era su voz chillona, simplemente, era él.
“Hola que estas haciendo”, fueron sus palabras, “nada, aburrirme”, fueron las mías, mientras en la televisión, la nana Fine vociferaba con una voz casi tan estridente como la suya. Inmediatamente se concretó la primera de tantas citas, que tuvimos a lo largo ancho de esta ciudad plana, de contrastes y buses con colores tropicales.
Así fue, durante meses se dieron nuestros encuentros anónimos, sin explicaciones, ni razones, sin ningún por qué o para qué, simplemente eran nuestras presencias compartidas, tan sólo era la unión de dos soledades y de dos sentires, solamente dos cuerpos que se unían y fundían en uno por unos cuantos minutos, para luego tras una sonrisa y un apretón de manos desaparecer en su clandestinidad.
Durante meses le amé en silencio, durante meses no supe, que él me amó. Durante innumerables ciclos de 30 días no supe que mi nombre lo había escuchado en un pasillo de la universidad en la que ambos estudiábamos. Así fue, coincidencial, confidencial y anónimo. Dos sombras que en la oscuridad de la noche se encontraron para entregarse la una a la otra, a veces sin musitar palabras, tan solo actos de pasión y por qué no? De un amor disimulado, por parte de ambos.
Pero un día las palabras llegaron; y con ellas también las ausencias. Y empezó un nuevo ciclo, en la seudo relación que se empezaba a dar entre ambos. Dos personajes de la penumbra, que entre el sudor y la luz de la luna a veces llena y otras menguante nos arrastrábamos por los caminos de los más bajos deseos de nuestras carnes humanas y sobre todo masculinas.
Una noche, en medio del silencio sepulcral de mi casa, aquella en la que mi familia dormía, desnudo junto a mí y sobre la alfombra, pronunció las más bellas palabras que su boca a medio dibujar pudo expresar alguna vez; afirmó amar lo que sentía cuando estaba junto a mí. Yo no podía ser más feliz, me sentía realizado y más que eso: correspondido.
Pero la felicidad no fue mucha, tras lo besos y las caricias ocurridos en esa habitación a medio iluminar; su boca ahora muy bien dibujada con trazos duros y desfigurados dijo: “nos vemos en un mes”. Y así fue, un mes después reapareció para luego tras un te amo disimulado, desaparecer una y mil veces, hasta que ya no pude tener la cuenta de su intermitente presencia en mi vida. Por eso mi alma se vistió de duelo y de luz, de forma cíclica cada vez que su sonrisa maquiavélica, reaparecía ante mis ojos estupefactos y ávidos de él.
Entre espacios negros de duelo y resplandecientes momentos de luz, corrieron como atletas descalzos días y meses, de los cuales mi memoria no pudo tener registro. Con aquel inclemente paso del tiempo los duelos dejaron de ser de intervalos de 15 días o de uno o dos meses, pasaron a ser indefinidos; relegando los momentos de luz y goce a reducidos instantes, a migajas de un amor a medias.
Paulatinamente, su presencia fue desapareciendo de mi vida, sus ojos dejaron de verme, o como él decía: de admirarme. Su voz chillona dejo de hablar a mis oídos, dejo de armonizar a mi escucha, porque la costumbre y el sentimiento con su fuerza descomunal y carente de razón, lograron que todo aquello que del rubio simplón me resultaba desagradable, se convirtiera en magia, en química, que ponía mi cuerpo y mis sentimientos a reaccionar. Poco a poco la melodía dance de mi celular Nokia dejó de sonar a él, mis sabanas dejaron de oler a su presencia intermitente, mi cerebro dejó de pensarlo, mi memoria de recordarlo y mi corazón de sentirlo.
En aquel momento terminaron dos años de una entrega a medias en la que yo, que me estrenaba por los complejos escenarios de la homosexualidad, con un hombre que muy a pesar de gozar del sexo y del cariño con otro hombre, incluso más que con sus novias, nunca aceptaría mi amor con libertad y mucho menos el ser catalogado como igual a mí.
Cada día pensaba menos en él, en mi adorado rubio de ojos celestes y aspecto simplón, en el mono feo que llenó de fuego mis noches y de confusión mis emociones. Cada semana, su inexistente presencia pasaba menos por el espacio sideral y negro de mi mente. Cada mes, mi cuerpo esperaba menos la sensación del roce de sus dedos por los recovecos de la piel que aún lo cubre.
Así fue, el tiempo empezó correr velozmente y mis ojos se perdieron en el mar aguamarina de otros ojos y mi corazón se arriesgó a iniciar de nuevo la aventura, de conquistar otro corazón.
Todo parecía marchar bien pero una vez más y sin un nuevo por qué, mi corazón y mis emociones fracasaron y nuevamente, me enfrenté al duelo de aprender a soportarme a mi mismo y de aceptar mi presencia en soledad.
En aquel momento, decidí mantenerme en pie, aceptarlo todo y vivir mi soledad, fue allí cuando caminando por la Pasoancho, la misma avenida por la cual, caminé en su compañía tres años atrás, lo reencontré a él, con la misma sonrisa con aire maquiavélico de siempre, con sus ojos azules más celestes que de costumbre y con el desgarbo que siempre lo caracterizó.
Con aquel mismo descaro con el que iba y venía de mi vida, me saludo como si nos viéramos todos los días: “hola Alejo como vas…” “ole” contesté, a la vez que sonreía, tal vez de sorpresa, emoción o de simple flirteo.
Minutos después al calor de los tragos que iban y venían, conversamos largamente, intentando desatrazarnos de lo sucedido en nuestras vidas luego de 365 días de no cruzar nuestras palabras ni nuestras presencias. Hablamos como nunca, parecía que ese día no existirían los actos mudos de otros tiempos. Le hablé de mis planes, de mis proyectos, de mi intención de alejarme del calor y de la anatomía tropical urbana de Cali. Le conté de mis ganas de vivir nuevas experiencias en otro lugar, lejos de la vida provincial y arribista con aire a metrópoli de nuestra ciudad.
El me habló, de su nueva novia, de sus aventuras con otros hombres y de lo imposible que le resultó encontrar placer sexual con un hombre distinto a mí. Sin embargo, eso no fue lo realmente importante caída la noche caminando por la bella Cali, la del río, el gato de Tejada, el oeste y el estrato seis de gente linda, tomó mi mano y me llevo a su cuerpo, sin importar las miradas inquisidoras y expectantes de los transeúntes y los conductores, me besó frente a los juicios silenciosos de nuestra parroquial sociedad de pueblo ciudad. Al terminar de mojar mis labios con su saliva que yo había olvidado ya; su boca volvió a dibujarse por completo y me dijo: “Ale, no quiero que te vayas lejos, lejos de mí”.
Confusión, interrogación, deseo, sorpresa y hasta ilusión, pasó por mi mente y por mi corazón, mientras que nuestros pasos volvían a encarrilarse en la ruleta de la fortuna de la primera noche veraniega de lunes. Ahora, todo con un aire diferente, él tomaba mi mano, apretándola como si fuese esa la última vez que la tendría junto a la suya. Esta vez la travesía no terminó frente a la puerta de mi casa, de hecho, comenzó en la puerta de su casa que jamás había conocido, de la que ni siquiera el número telefónico sabía. Esa noche como cayendo en un abismo ya conocido nos entregamos a la locura de un fuego que aún no se había extinto.
No sé por cuantas horas hicimos el amor hasta caer profundos de sueño, hasta desvanecerme en el calor de su cuerpo que se mantenía intacto a la primera vez. Tampoco sé cuantas horas han pasado hasta este momento en el que abro los ojos y lo veo junto a mí, inocente, tierno, con los ojos cerrados y con la sonrisa que solo otorga la llegada al éxtasis, con quien se ama. Mi cabeza, no puede decirme durante cuanto tiempo sus brazos se han extendido sobre mi torso como las ramas de un viejo árbol que delicadamente sostienen un nido.
Mi mente no puede recordar esos detalles, esas simplezas, sólo puede afirmar, que en medio de los besos y de la lucidez de algunos instantes, él me ha rogado mantenerme a su lado para recibir su amor, como siempre lo quise. Que en el calor del reencuentro me ha hecho prometerle que si al despertar estoy junto a su cuerpo, me quedaré para arriesgarme a vivir un amor completo, sin rodeos ni desapariciones, con presencias y sin ausencias.
Pero, para este entonces más que presencias, quiero ausencias y más que las suyas las mías, por eso mientras he reconstruido el rompecabezas de aquel seudo amor sin por qué ni para qué, mi ropa ha vuelto a mi cuerpo y mis pies, a la calle por la que transitamos aquella primera noche y esta última. He vuelto a esta calle, para entre seres anónimos y automóviles caminar por ella en busca de mi soledad y de un amor completo que como los planetas este alineado, en el tiempo, en el espacio y en los colores carnavalescos de esta ciudad contrastada y plana, alineado en todo aquello que constituye mi esencia, algo que vaya más allá, alguien que sea más que un levante.
Abrí los ojos y estaba junto mí. Inocente, tierno, con los ojos cerrados y con la sonrisa que sólo otorga la llegada al éxtasis, con quien se ama. Sus brazos se extendían sobre mi torso como las ramas de un viejo árbol que delicadamente sostienen un nido. Su cuerpo desnudo, ardía, era una fuente de calor incandescente, cuya temperatura se mantenía intacta, completamente idéntica a la del primer día.
La composición del cuadro era completamente armónica, totalmente a lugar. Todo parecía ser onírico, casi irreal, pero no lo era; él estaba allí junto a mí, aferrando mi cuerpo despierto al suyo que permanecía casi dormido. Se encontraba punzando el largo camino vertical de mi nuca, con la perfecta y respingada estructura de su nariz, contactándome, acariciándome, recordándome, que era real y que ahora era diferente.
Sin embargo, mi mente corría velozmente, sin quererse dejar llevar por el corazón, anhelaba no dejar avanzar la sensación de triunfo que lo invadía. Esa victoria que me embargaba, al saber que tres años después, todo era diferente, sin desapariciones, sin condiciones, sin preguntas y con muchas respuestas.
Pero la duda era inevitable. Cómo olvidar lo vivido durante tres años. Todo lo ocurrido desde aquel lunes en la noche cuando en medio de la muchedumbre del centro comercial Unicentro, al sur de mi ciudad, una voz extraña pronunció mi nombre, con claridad: Alejandro!
Al llevar la mirada hacia el lugar que mi oído identificaba como el epicentro de aquella voz, lo vi era él: alto, rubio, de ojos claros, desgarbado, pálido y simplón. Por la inmediatez cerebral de mi mente se cruzaron dos interrogantes: el primero; quién era, y el segundo como pudo saber mi nombre.
Mis preguntas fueron cortadas por un certero: “Tenía muchas ganas de conocerte, desde hace rato quería conocer a un periodista”. De inmediato, a mi parecer, la molesta pirámide invertida de mis clases de periodismo escrito, comenzó a tener una utilidad práctica en mi vida. Era claro que no le conocía, pero el sabía mi nombre, mi carrera y quién sabe qué más cosas de mí. Esa situación me asustaba, pero a la vez me retaba; el norte había cambiado circunstancialmente en esa noche veraniega de lunes.
Por ese motivo, pensé rápidamente mientras le observaba de pies a cabeza, mientras trataba de hacerme a una idea sobre aquel sujeto que me abordaba con tanta seguridad y aparente simpatía. “¡Mucho gusto!”, afirme mientras mis pies se acercaban al sujeto y mis neuronas del juicio o mi intuición me dictaminaban que el tipo no parecía peligroso.
Acto seguido con un gesto de desdén, le volví la espalda diciendo: “si le interesa conocerme, deberá acompañarme, pues aún no he comprado aquello por lo que vine. De otro modo, lo lamento pero eso de conocernos no podrá ser. Además es usted a quién le interesa conocerme”. Pese a la displicencia de mis palabras, el hombre aceptó y me acompaño en mi recorrido por aquel lugar de vitrinas, muchedumbre y plantas.
El tipo parecía normal, no obstante, por mi mente no dejaba de pasar sensación de peligro, de inseguridad, pues mi única certeza era que no sabía nada de él y que en tanto no podía tener el control de la situación. Mi conciencia me dictaba huir de allí, alejarme del lugar, pero algo dentro de mí me mantenía allí intacto, plantado a su lado. Era como si él, en medio de su desgarbo tuviera la fuerza de un imán que me atraía y me obligaba a compartir nuestras presencias.
De otro lado, entre los pasos, vitrinas y minutos que corrían velozmente; en mi cabeza se gestaba una obsesión: no regresar a casa, sin antes saber como pudo conocer mi nombre y profesión ese individuo que pese lucir ropa costosa y moderna y a ver el mundo a través del cristalino azul de sus ojos rasgados, a mi juicio resultaba simple, poco agraciado, feo y vulgar.
En efecto, el tiempo no se detuvo, mis compras ya estaban hechas y no tenía nada más que hacer en aquel lugar, sin embargo, el deseo de cumplir con mi nueva pulsión obsesiva me mantenía firme en el lugar. Pese a que la noche avanzaba y a no tener dinero para pagar un taxi que me llevara hasta mi casa, decidí continuar junto a aquel hombre que más que comodidad me generaba perturbación.
Entre pensar, en mi obsesión y en el cómo llegaría a casa, nuestros pasos ciegos nos dirigieron por un lado y por otro como en una suerte de ruleta de la fortuna. De esa forma al ver un cartel de una película en estreno, el hombre de la nariz respingada me invitó a verla, así pues, el azar intervino de nuevo, para retenerme por más tiempo en la compañía de aquel misterioso hombre.
Entramos al cine y vimos un filme completamente desagradable para mí. La pieza cinematográfica poseía toda la esencia bélica, del cine hollywoodense, lo cual marcaba una total contravía hacia mis gustos acerca del séptimo arte. Era irónico, yo acostumbrado a ver las cintas latinoamericanas, independientes o europeas me veía encerrado entre la pantalla y aquel hombre que más disímil a mí no podía ser.
Sentía que las balas del escenario ficcionado de la película me alcanzaban o que los gases de los enfrentamientos me asfixiaban, pues así me sentía ahogado. Hasta que percibí sobre el costado de mi abdomen el suave roce de unos dedos que parecían perderse en los recovecos de mi piel, la situación no me desagradaba, por el contrario me excitaba, me atraía, me complacía. El roce se prolongo por un momento y luego por otro y por otro, me involucraba en una cadena de sensaciones que nunca imagine experimentar al verme a abordado por aquel individuo horas antes.
La cinta termino a tiempo, pues de no ser así los dedos en mi torso me habrían llevado al éxtasis total y podría haberme visto en apuros. Del anonimato público de aquel recinto Salí más consternado aún, por un lado me seguía preguntando como aquel individuo conocía mi nombre, y por el otro me cuestionaba racionalmente el por qué no opuse resistencia ante las lubricas caricias de aquel desconocido.
Me apresure a salir de allí, no quería verle, sentía pánico. Temía que su amabilidad fuera una mascara. Sus caricias ponían ante mis ojos, su atracción sexual hacia mí y mi placer y gusto para con un personaje al que había mirado con desdén y poco agrado. Me alcanzó, me invito a tomar un taxi en su compañía. Me negué, pero él insistió, afirmando no separarse de mí hasta dejarme seguro en mi casa o en su defecto en un taxi.
Tratando de huir de la presión que me significaba la insistencia y actitud de aquel hombre, comencé a caminar, sin hablar. El individuo, seguía cada uno de mis pasos, como si estuviera siguiendo el camino hacia un tesoro misteriosamente escondido. Yo lo miraba con desconfianza, mientras él siempre tenía una sonrisa para mí.
Poco a poco, sus palabras y sonrisas lograron romper de nuevo la muralla de hielo que yo había interpuesto entre los dos. Sin pensar las cuadras pasaban y nuestras risas se quedaban para crear una atmósfera, de confianza y tranquilidad. De ese modo, entre risas y cansancio, transcurrieron no sé cuantos minutos y la distancia entre el centro comercial y mi casa fue vencida. Las casi cincuenta cuadras que separaban mi cama de la sala de cine desaparecieron y nos vimos frente a la puerta de mi casa.
Una vez allí, el lazo debía romperse, simplemente yo debería entrar y olvidar lo sucedido. No dar mayor importancia a lo ocurrido y continuar con mi vida normal. Sin embargo en un arranque decidí, pedir al desconocido su número de celular, convencido de que dado su interés no opondría ninguna clase de objeción. No obstante, el hombre, que hasta ese momento parecía ser muy descomplicado, afirmó no estar interesado en darme su número, por el contrario me pidió el mío y aseguró llamarme en otra oportunidad.
Confundido por la respuesta y sin haber logrado satisfacer mi pulsión obsesiva, no tuve más remedio que darle mi número, con la intención de que en una nueva oportunidad, él me confesará la razón por la que sabía tantas cosas de mí. Así pues, entré a la casa, al cuarto y sin sueño, me enfrenté a una noche de dudas, inquietudes y ansiedad, mucha ansiedad.
Por mi mente, no dejaba de pasar la pregunta del cómo pudo tener mi nombre, y la convicción de que mis preguntas se quedarían sin respuestas, ya que esa voz chillona y corriente no volvería a alterar la paz de mis oídos y de mi ser en general.
Al día siguiente, todo parecía transcurrir en una entera tranquilidad y normalidad, aunque recordaba lo ocurrido la noche anterior, ya no estaba tan ansioso, pero la duda era latente en mí razonar. Así como lo era, la intuición de que aquel individuo no marcaría jamás los diez números de mi teléfono celular, las diez cifras que unirían de nuevo su estridente voz con la mía.
Inesperadamente, todo ocurrió de manera contraria y el milagro se dio. El reloj marcaba las 3:15 de la tarde, la misma hora en la que 20 años antes, vi por vez primera la luz del mundo y de la vida. Era su voz chillona, simplemente, era él.
“Hola que estas haciendo”, fueron sus palabras, “nada, aburrirme”, fueron las mías, mientras en la televisión, la nana Fine vociferaba con una voz casi tan estridente como la suya. Inmediatamente se concretó la primera de tantas citas, que tuvimos a lo largo ancho de esta ciudad plana, de contrastes y buses con colores tropicales.
Así fue, durante meses se dieron nuestros encuentros anónimos, sin explicaciones, ni razones, sin ningún por qué o para qué, simplemente eran nuestras presencias compartidas, tan sólo era la unión de dos soledades y de dos sentires, solamente dos cuerpos que se unían y fundían en uno por unos cuantos minutos, para luego tras una sonrisa y un apretón de manos desaparecer en su clandestinidad.
Durante meses le amé en silencio, durante meses no supe, que él me amó. Durante innumerables ciclos de 30 días no supe que mi nombre lo había escuchado en un pasillo de la universidad en la que ambos estudiábamos. Así fue, coincidencial, confidencial y anónimo. Dos sombras que en la oscuridad de la noche se encontraron para entregarse la una a la otra, a veces sin musitar palabras, tan solo actos de pasión y por qué no? De un amor disimulado, por parte de ambos.
Pero un día las palabras llegaron; y con ellas también las ausencias. Y empezó un nuevo ciclo, en la seudo relación que se empezaba a dar entre ambos. Dos personajes de la penumbra, que entre el sudor y la luz de la luna a veces llena y otras menguante nos arrastrábamos por los caminos de los más bajos deseos de nuestras carnes humanas y sobre todo masculinas.
Una noche, en medio del silencio sepulcral de mi casa, aquella en la que mi familia dormía, desnudo junto a mí y sobre la alfombra, pronunció las más bellas palabras que su boca a medio dibujar pudo expresar alguna vez; afirmó amar lo que sentía cuando estaba junto a mí. Yo no podía ser más feliz, me sentía realizado y más que eso: correspondido.
Pero la felicidad no fue mucha, tras lo besos y las caricias ocurridos en esa habitación a medio iluminar; su boca ahora muy bien dibujada con trazos duros y desfigurados dijo: “nos vemos en un mes”. Y así fue, un mes después reapareció para luego tras un te amo disimulado, desaparecer una y mil veces, hasta que ya no pude tener la cuenta de su intermitente presencia en mi vida. Por eso mi alma se vistió de duelo y de luz, de forma cíclica cada vez que su sonrisa maquiavélica, reaparecía ante mis ojos estupefactos y ávidos de él.
Entre espacios negros de duelo y resplandecientes momentos de luz, corrieron como atletas descalzos días y meses, de los cuales mi memoria no pudo tener registro. Con aquel inclemente paso del tiempo los duelos dejaron de ser de intervalos de 15 días o de uno o dos meses, pasaron a ser indefinidos; relegando los momentos de luz y goce a reducidos instantes, a migajas de un amor a medias.
Paulatinamente, su presencia fue desapareciendo de mi vida, sus ojos dejaron de verme, o como él decía: de admirarme. Su voz chillona dejo de hablar a mis oídos, dejo de armonizar a mi escucha, porque la costumbre y el sentimiento con su fuerza descomunal y carente de razón, lograron que todo aquello que del rubio simplón me resultaba desagradable, se convirtiera en magia, en química, que ponía mi cuerpo y mis sentimientos a reaccionar. Poco a poco la melodía dance de mi celular Nokia dejó de sonar a él, mis sabanas dejaron de oler a su presencia intermitente, mi cerebro dejó de pensarlo, mi memoria de recordarlo y mi corazón de sentirlo.
En aquel momento terminaron dos años de una entrega a medias en la que yo, que me estrenaba por los complejos escenarios de la homosexualidad, con un hombre que muy a pesar de gozar del sexo y del cariño con otro hombre, incluso más que con sus novias, nunca aceptaría mi amor con libertad y mucho menos el ser catalogado como igual a mí.
Cada día pensaba menos en él, en mi adorado rubio de ojos celestes y aspecto simplón, en el mono feo que llenó de fuego mis noches y de confusión mis emociones. Cada semana, su inexistente presencia pasaba menos por el espacio sideral y negro de mi mente. Cada mes, mi cuerpo esperaba menos la sensación del roce de sus dedos por los recovecos de la piel que aún lo cubre.
Así fue, el tiempo empezó correr velozmente y mis ojos se perdieron en el mar aguamarina de otros ojos y mi corazón se arriesgó a iniciar de nuevo la aventura, de conquistar otro corazón.
Todo parecía marchar bien pero una vez más y sin un nuevo por qué, mi corazón y mis emociones fracasaron y nuevamente, me enfrenté al duelo de aprender a soportarme a mi mismo y de aceptar mi presencia en soledad.
En aquel momento, decidí mantenerme en pie, aceptarlo todo y vivir mi soledad, fue allí cuando caminando por la Pasoancho, la misma avenida por la cual, caminé en su compañía tres años atrás, lo reencontré a él, con la misma sonrisa con aire maquiavélico de siempre, con sus ojos azules más celestes que de costumbre y con el desgarbo que siempre lo caracterizó.
Con aquel mismo descaro con el que iba y venía de mi vida, me saludo como si nos viéramos todos los días: “hola Alejo como vas…” “ole” contesté, a la vez que sonreía, tal vez de sorpresa, emoción o de simple flirteo.
Minutos después al calor de los tragos que iban y venían, conversamos largamente, intentando desatrazarnos de lo sucedido en nuestras vidas luego de 365 días de no cruzar nuestras palabras ni nuestras presencias. Hablamos como nunca, parecía que ese día no existirían los actos mudos de otros tiempos. Le hablé de mis planes, de mis proyectos, de mi intención de alejarme del calor y de la anatomía tropical urbana de Cali. Le conté de mis ganas de vivir nuevas experiencias en otro lugar, lejos de la vida provincial y arribista con aire a metrópoli de nuestra ciudad.
El me habló, de su nueva novia, de sus aventuras con otros hombres y de lo imposible que le resultó encontrar placer sexual con un hombre distinto a mí. Sin embargo, eso no fue lo realmente importante caída la noche caminando por la bella Cali, la del río, el gato de Tejada, el oeste y el estrato seis de gente linda, tomó mi mano y me llevo a su cuerpo, sin importar las miradas inquisidoras y expectantes de los transeúntes y los conductores, me besó frente a los juicios silenciosos de nuestra parroquial sociedad de pueblo ciudad. Al terminar de mojar mis labios con su saliva que yo había olvidado ya; su boca volvió a dibujarse por completo y me dijo: “Ale, no quiero que te vayas lejos, lejos de mí”.
Confusión, interrogación, deseo, sorpresa y hasta ilusión, pasó por mi mente y por mi corazón, mientras que nuestros pasos volvían a encarrilarse en la ruleta de la fortuna de la primera noche veraniega de lunes. Ahora, todo con un aire diferente, él tomaba mi mano, apretándola como si fuese esa la última vez que la tendría junto a la suya. Esta vez la travesía no terminó frente a la puerta de mi casa, de hecho, comenzó en la puerta de su casa que jamás había conocido, de la que ni siquiera el número telefónico sabía. Esa noche como cayendo en un abismo ya conocido nos entregamos a la locura de un fuego que aún no se había extinto.
No sé por cuantas horas hicimos el amor hasta caer profundos de sueño, hasta desvanecerme en el calor de su cuerpo que se mantenía intacto a la primera vez. Tampoco sé cuantas horas han pasado hasta este momento en el que abro los ojos y lo veo junto a mí, inocente, tierno, con los ojos cerrados y con la sonrisa que solo otorga la llegada al éxtasis, con quien se ama. Mi cabeza, no puede decirme durante cuanto tiempo sus brazos se han extendido sobre mi torso como las ramas de un viejo árbol que delicadamente sostienen un nido.
Mi mente no puede recordar esos detalles, esas simplezas, sólo puede afirmar, que en medio de los besos y de la lucidez de algunos instantes, él me ha rogado mantenerme a su lado para recibir su amor, como siempre lo quise. Que en el calor del reencuentro me ha hecho prometerle que si al despertar estoy junto a su cuerpo, me quedaré para arriesgarme a vivir un amor completo, sin rodeos ni desapariciones, con presencias y sin ausencias.
Pero, para este entonces más que presencias, quiero ausencias y más que las suyas las mías, por eso mientras he reconstruido el rompecabezas de aquel seudo amor sin por qué ni para qué, mi ropa ha vuelto a mi cuerpo y mis pies, a la calle por la que transitamos aquella primera noche y esta última. He vuelto a esta calle, para entre seres anónimos y automóviles caminar por ella en busca de mi soledad y de un amor completo que como los planetas este alineado, en el tiempo, en el espacio y en los colores carnavalescos de esta ciudad contrastada y plana, alineado en todo aquello que constituye mi esencia, algo que vaya más allá, alguien que sea más que un levante.
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